En una esquina sin alharacas del madrileño barrio de Chamberí, donde las aceras aún resuenan a paseo familiar y el aire huele a colmado de barrio más que a franquicia de moda, ha brotado —casi en silencio— una de las más singulares casas de comidas de la capital. Se llama Caja de Cerillas y el nombre no es una ocurrencia efectista sino una declaración de intenciones: espacio pequeño, fuego controlado y calor genuino. Lo firma Enrique Valentí, cocinero de raza, madrileño de cuna pero barcelonés de trayectoria, que ha decidido, tras más de dos décadas triunfando en la Ciudad Condal, volver a casa para abrir su restaurante más íntimo, personal y —por fin— solitario.
Valentí es un viejo conocido de los gastrónomos con memoria. De formación sólida —pasó por Lúculo y Viridiana, dos templos desaparecidos de la escena culinaria capitalina finisecular— y recorrido inquieto, su nombre ha estado vinculado a proyectos ambiciosos en Barcelona como Casa Paloma, BarBas, Chez Coco, Marea Alta o Adobo. Cocinas de altura y perfiles diversos, pero siempre con un hilo conductor: el respeto al producto y la búsqueda de la autenticidad. En paralelo, y junto a su hermano menor Carlos, creó el concepto de Hermanos Vinagre, una exitosa cadena de bares madrileños que reivindican la esencia de la barra canalla puesta al día (¡esas gildas, matrimonio y banderillas!), hoy con cuatro sedes y hordas de fieles.

Caja de Cerillas
Pero Caja de Cerillas no es un bar ni un restaurante al uso. Es un manifiesto. Una rendición íntima al placer de cocinar bien lo cotidiano. Un antídoto contra el artificio que impera en demasiadas aperturas recientes, con sus neones, sus tik-toks y sus ceviches sin fundamento. Aquí no hay ni postureo ni giros transculturales impostados. Hay, eso sí, anchoas limpias y yodadas con la sal justa, tajadas de bacalao que superan el homenajeado modelo de Casa Labra, judías verdes con patata chafada que harían llorar de emoción a más de una abuela y huevos estrellados con gambas al ajillo –tan simples y tan flipantes–que justifican por sí solos la reserva.
Caja de Cerillas no es un bar ni un restaurante al uso. Es un manifiesto
Y digo reserva porque el éxito inmediato y las dimensiones del local –una miniatura de 70 metros cuadrados y ocho mesas– les están obligando, a pesar del servicio de doble turno, a dar la vez con semanas de antelación. En este bistrot madrileñizado, las paredes lucen cartas de restaurantes legendarios —Jockey, Can Fabes, Lúculo— como testimonio de una formación culinaria a la que Enrique rinde tributo. La cocina es vista, porque no hay nada que esconder, y el servicio, dirigido con eficacia por Carolina Rollán y Gerard Florenza, transmite una calidez no exenta de profesionalidad que reconcilia con el oficio de hostelero.

Caja de Cerillas
La carta, escueta y suculenta, parece pensada como un relato gastronómico que empieza en la barra —o en el recuerdo de ella— y termina en la sobremesa larga, cuando uno se queda con ganas de volver. Tapas como la anchoa preparada, la empanadilla de atún (con un sofrito de los que ya no se hacen), las sardinillas picantes en conserva casera o la traviesa tortilla de cebolla caramelizada sin patata, abren boca con una mezcla de nostalgia y técnica. Los estacionales ajoblanco con melocotón y sardina y legumbre con vinagreta de verano, sumados a las ya célebres judías verdes con mayonesa y jamón, revelan la filosofía de la casa: cocina sencilla, pero milimétrica, donde cada textura y cada aderezo cuentan.
La carta, escueta y suculenta, parece pensada como un relato gastronómico que empieza en la barra y termina en la sobremesa larga
En los principales, la cosa no decae. El guiso de almejas con judías blancas, servido con más moluscos que legumbres, es un bocado marino que habla con el acento de la Villa y Corte. Los macarrones de campo (con carne de ternera, pollo y butifarra) remiten a la infancia del anfitrión sin recurrir a la nostalgia innecesaria. Y por fin llega el plato icónico de la casa que debería ser declarado Bien de Interés Gastronómico: esos huevos con patatas estilo churrería y gambas al ajillo, cuya salsa de ñoras y almendras se mezcla en la sala frente al comensal, reivindicando en este comedor liliputiense el rito entrañable de la cuisine de maître d’hôtel.
Cada visita a Caja de Cerillas revela nuevas sorpresas dentro y fuera de carta porque la oferta de esta casa no te la acabas de una sentada. En una de ellas, una caballa en aliño virgen que remite a la salsa vièrge francesa y a los escabeches más sutiles. En otra, un pollo frito con camomila, jugoso, fragante, con un punto herbáceo inesperado. ¡Y qué decir de la adictiva oreja con patatitas y brava! La sensación general es de estar ante una cocina viva, en constante movimiento, donde se prueba, se arriesga (prudentemente) y se escucha al cliente.
Cada visita a Caja de Cerillas revela nuevas sorpresas dentro y fuera de carta porque la oferta de esta casa no te la acabas de una sentada
Los postres siguen el mismo guion. Hay fresas marinadas con granizado de albahaca, ligeras y refrescantes. Mango con cilantro, que juega con lo ácido sin pasarse de exótico. Y ese flan que no comiste en tu infancia, tan cremoso, tan elegante, que más bien debería llamarse “la crème brûlée que merecías de niño”. El buñuelo de anís, que no lo es, sino un xuxo relleno de crema y rebozado en azúcar, asemeja un homenaje gamberro a esas confiterías de barrio que ya casi no quedan.

Caja de Cerillas
La carta de vinos, bien armada, incluye unas 80 referencias con presencia destacada de generosos, que son una pasión confesa de quien esto suscribe. ¿O es que hay algo mejor para acompañar unos callos o una oreja que un fino viejo en rama o un amontillado afilado?
A la hora del café (arábica de tuesta natural de Supracafé), Valentí trata de explicar el boom inesperado del establecimiento con una mezcla de optimismo y perplejidad: “Este restaurante es un regalo que me hice al cumplir los 50. Una micro-producción, sin socios, para disfrutar cocinando. Y de pronto, se ha convertido en fenómeno”. Lo cierto es que las reservas vuelan, sobre todo en sus codiciadas noches de viernes y el teléfono suena sin parar. Pero lejos de dejarse arrastrar por la euforia, el chef mantiene los pies en el suelo: “El reto ahora es no creérnoslo”.
Caja de cerillas
DIRECCIÓNC/ de Donoso Cortés, 8, Chamberí, 28015 Madrid
630 13 24 14
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En un Madrid cada vez más invadido por clones internacionales, cartas híbridas y locales que parecen diseñados por algoritmos, Caja de Cerillas ofrece una resistencia tranquila. Una cocina cotidiana, sí, pero elevada a las más altas cotas de precio-placer (Sacha dixit) con talento, paciencia y oficio. Aquí no hay humo ni eslóganes vacíos. Hay platos que uno desearía volver a probar nada más salir a la calle. Y eso, en los tiempos que corren, resulta loable e incluso inolvidable.