EMi: la alquimia tranquila del retorno

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El nuevo restaurante de Rubén Hernández Mosquero más que un proyecto gastronómico, es un viaje de regreso

Muxgo: el horizonte gastronómico de una isla como Gran Canaria

Emi Madrid

Rubén Hernández Mosquero cocinando en Emi Madrid

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En un barrio madrileño poco dado a la alta cocina, entre academias y tiendas de barrio, una discreta puerta en la calle Gaztambide se abre al silencio solemne de EMi. El restaurante de Rubén Hernández Mosquero —extremeño de 40 años originario de Reina (Badajoz)— es, más que un proyecto gastronómico, un viaje de regreso: el reencuentro de un cocinero que ha pasado media vida persiguiendo la perfección en las cocinas más exigentes del planeta y que ahora busca su propia voz, al fin, en su tierra.

Hernández Mosquero no viene de un linaje de restauradores ni de una saga mediática. Hijo de un camionero y una enfermera, forjado en la Escuela de Hostelería de Sevilla, aprendió la disciplina en Azurmendi y la precisión en Noma. Pasó por Geranium, Minibar by José Andrés, Il Ristorante Luca Fantin en Tokio y culminó en Atomix (Nueva York), donde dirigió el departamento de I+D y contribuyó a que el restaurante ascendiera al sexto puesto en la lista The World’s 50 Best. De ese periplo por Copenhague, Tokio o Manhattan vuelve ahora con una mirada limpia, sin la arrogancia del que presume de pasaporte, pero con la convicción de quien ha comprendido que la identidad no está en la geografía, sino en la memoria del paladar.

La sala de Emi Madrid

La sala de Emi Madrid

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El espacio de EMi sorprende por su escala: más de 200 metros cuadrados, techos altísimos, una barra central de madera clara diseñada por el propio chef y apenas doce plazas desde las que se ve y se huele todo. No hay trampa ni artificio: la cocina está a la vista, los fuegos —eléctricos, por decisión ideológica— chispean sin humo, y el ritmo del servicio transcurre con una serenidad casi zen. Detrás de la impecable coreografía está también la mano del director de sala Miguel Ángel Millán, ex sumiller jefe de DiverXO y galardonado en 2023 como Best Sommelier of the World por el top planetario 50 Best. Ambos forman un dúo de precisión y lirismo: Rubén en los pucheros, Millán en los vinos, como dos músicos que improvisan sobre una misma partitura.

El anfitrión habla, emplata y sirve. En lugar del clásico desfile de platos y camareros, aquí hay una conversación: breve, sonriente, con el punto de informalidad que relaja sin restar seriedad a la propuesta. En la barra no hay dos servicios iguales. Cada comensal avanza a su ritmo, sin reloj ni tiranía de los turnos. Esa libertad de movimiento, poco habitual en la alta cocina, se agradece tanto como la ergonomía de las butacas.

El espacio de EMi sorprende por su escala: más de 200 metros cuadrados, techos altísimos, una barra central de madera clara diseñada por el propio chef

El menú degustación (175 euros, sin maridaje) cuenta una historia que podría titularse De Reina a Copenhague. Catorce pases que transitan entre Extremadura, Corea y el Báltico; un relato de identidad y mestizaje sin nostalgia. Empieza con tres snacks que definen la estética de la casa: un bocado de kombu, tofu ahumado y anguila, homenaje a las algas gallegas; el gim bugak con arroz y gambitas del sur, versión ibérica del crujiente coreano; y una tartaleta de venado con mostaza y flores picantes que parece un haiku visual.

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Uno de los platos de Emi Madrid

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Desde ahí, la progresión es pura alquimia. El caldo de tupinambo y hierbaluisa, servido muy caliente al estilo coreano, tiene una profundidad que roza lo balsámico: un consomé que reconforta el cuerpo y despeja el alma. Le sigue el hamachi con uvas de mar, pera nashi, paraguaya y tosazu, donde el ácido y el umami se entrelazan con cadencia de swing; luego un tartar de atún rojo con caviar y escabeche de mejillones, atrevido y equilibrado, en el que el mar se vuelve cosmopolita. Hay inteligencia en el orden y en el contraste, en esa manera de alternar la emoción con la calma, el juego con la pausa.

El punto álgido del menú llega con el chawanmushi —flan salado japonés— de foie, cigala y pato, plato que resume la filosofía de Mosquero: técnica depurada, respeto por el producto, sentido dramático del sabor. El caldo, elaborado con un pato entero madurado y reducido hasta la quintaesencia, es una lección de oficio y un manifiesto personal: cocinar es destilar el tiempo. En esa densidad se reconoce el paso por Atomix y el poso de las cocinas nórdicas, donde cada plato parece un ensayo sobre la luz.

El menú degustación (175 euros, sin maridaje) cuenta una historia que podría titularse De Reina a Copenhague

En la segunda mitad del menú, el tono se vuelve más carnal, más de tierra. Aparece el abalón con apionabo, huevas de caracol y salsa de costilla, un mar y montaña de textura hipnótica que combina el lujo oriental con la rusticidad ibérica. Mosquero lo cocina en arrocera eléctrica para suavizar la carne del molusco: un gesto de humildad técnica que revela su obsesión por la textura. Luego llega el besugo madurado con kimchi blanco, calamar y panceta ibérica, donde el picante se disfraza de perfume y el ibérico se vuelve sutil, casi aéreo.

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El menú degustación cuesta 175 euros, sin maridaje 

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El clímax carnívoro lo pone el lomo de ciervo con curry japonés, colinabo encurtido y demi-glace de bogavante, un plato de síntesis: Extremadura y Tokio unidos por el fuego y la mantequilla noisette. Cocinado al vacío y acabado a la parrilla, el ciervo se funde con un curry sedoso y un fondo marino que demuestra que el chef ha aprendido a traducir emociones en temperatura. En ese plato —dedicado a su primo Boni, cazador— late el corazón de EMi: la memoria familiar sublimada por la técnica global.

Los postres, como en los mejores menús contemporáneos, prolongan a su manera el discurso salado. El primero, fresas, tomate y yuzu, combina acidez y ternura en un juego entre Asia y el huerto. El segundo, boletus con caramelo de algas y trufa de verano, es un guiño al bosque que anticipa el otoño y deja en boca una sombra terrosa, casi mística. Luego llegan los petit fours: un stroopwafel de matcha, un bombón de ajo negro y sésamo, una miniatura de kelp con crema pastelera y gel de setas. No hay artificio ni azúcar de más: todo es sutil, medido, cero empachoso.

El clímax carnívoro lo pone el lomo de ciervo con curry japonés, colinabo encurtido y demi-glace de bogavante

La propuesta líquida de Miguel Ángel Millán merece capítulo aparte. Su bodega de más de mil referencias —con botellas que van del Priorat a Borgoña, de Alsacia a California— no busca el exhibicionismo, sino la emoción. Millán selecciona los vinos como un director de orquesta: con oído, ritmo y empatía. Una trilogía de grandes cuvées de Champagne como aperitivo va seguida de un amontillado jerezano de añada, luego un gran reserva riojano de 1970, después un sake Junmai Daiginjo de Noguchi Naohito, que da paso a un oloroso sanluqueño y después a un gewurztraminer alsaciano entrado en años y un Gran Cru de Chablis bien maduro antes d afrontar la recta final con un château bordelés del 90 y una retahíla de vinos centro-europeos de vendimia tardía o botritizados. Cada copa dialoga con los platos y los transforma. El maridaje —150 euros, doce copas— no es un añadido, sino un segundo menú sin corsés, que rompe con el orden canónico habitual de servicio y sirve para realzar el primero.

Durante el ágape, Millán se mueve con elegancia desenvuelta: explica, improvisa, contagia entusiasmo. No hay ese amaneramiento tan frecuente en los templos del vino; aquí el sumiller habla de terruño con la misma pasión con que otros hablan de guitarras o de cine. El comensal se deja llevar: entre sorbos y bocados, la velada se convierte en una conversación sobre la belleza efímera.

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Momento dulce en Emi Madrid

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El espacio —diseñado por Lo Coco Arquitectura y CMC Arquitectura— combina madera, piedra, cerámica artesanal y esculturas orgánicas de Michel Vecchi y Zelmer Olsen. La cava de vinos, en arco de 4,5 metros, domina la sala como una catedral líquida. En el ambiente hay algo nórdico, sí, pero también un aire mediterráneo: la luz entra con delicadeza, el ritmo es pausado, la música se insinúa más que suena. Todo en EMi parece calculado para seducir sin avasallar.

Mosquero ha traído de su periplo internacional la obsesión por la precisión, pero también la voluntad de compartir. Su perfeccionismo no se traduce en frialdad, sino en sosiego. EMi es una casa contemporánea donde se cocina de tú a tú, donde el chef habla con el cliente sin impostura. Quizá por eso, pese a la evidente ambición, el restaurante desprende una humanidad poco común en el fine dining.

Mosquero ha traído de su periplo internacional la obsesión por la precisión, pero también la voluntad de compartir

En su primera temporada, ya es una de las aperturas más serias del año en Madrid. No solo por la solvencia técnica y la audacia conceptual, sino porque ofrece algo que faltaba: una alta cocina sin estridencias, capaz de ser vanguardista y acogedora a la vez. El público madrileño, a veces más conservador de lo que presume, encontrará aquí una experiencia nueva, tan rigurosa como placentera.

No es un restaurante para todos los días, ni pretende serlo. Pero quienes buscan la emoción en los matices, el viaje sin jet lag, la conversación entre culturas servida en porcelana sueca y algas gallegas, tienen aquí una cita obligada. Rubén Hernández Mosquero ha vuelto a casa con la serenidad del que no necesita demostrar nada. Y eso —como los grandes vinos o las novelas iniciáticas— se nota en cada pase de este menú de presentación, atrevido y sincero, que cuenta en el trasfondo la historia fascinante de su vida.

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