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Manila: el doble sueño de Chele González 

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El chef cántabro ha conquistado la guía Michelín con sus dos restaurantes en Filipinas

Asador Alfonso y Gallery by Chele son dos escenarios donde la gastronomía española se reinventa al otro lado del mundo

Sinfonía de otoño en la nave de los Torres

El chef Chele González. 

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La noche del 30 de octubre de 2025, la gastronomía filipina vivió una pequeña revolución con acento cántabro. La guía Michelin desembarcaba por fin en el archipiélago y, entre los ocho restaurantes premiados, el nombre de Chele González brilló con luz propia: una estrella roja para Asador Alfonso, otra y la única Estrella Verde para Gallery by Chele. Dos reconocimientos para un cocinero español que lleva trece años instalado en Manila y que, sin hacer ruido, ha conseguido transformar el panorama culinario del país con una cocina de raíz local y mirada global.

Viajé a Filipinas pocos días después, invitado por el Instituto Cervantes para ofrecer una conferencia sobre vino. En las horas libres me dejé arrastrar por el magnetismo de este chef cántabro que, sin renegar de sus raíces, ha hecho de la despensa filipina su territorio de investigación. En un país de más de siete mil islas, donde la tradición se confunde con la supervivencia y lo cotidiano con lo exótico, Chele ha encontrado un laboratorio infinito. Su aventura tiene algo de epopeya contemporánea: un español que llegó como trotamundos curioso y acabó encarnando la madurez de una gastronomía en busca de identidad.

De los vinilos a los fogones

Nacido en Torrelavega, mal comedor en la infancia según recuerda su madre, Chele descubrió la cocina por un plato de mejillones tigre en un viaje a Galicia. Cambió los vinilos de su etapa como DJ por los fogones y acabó formándose en la escuela de Artxanda, antes de pasar por los templos de la vanguardia española: Arzak, Mugaritz, El Bulli, El Celler de Can Roca o Nerua. A los veintitantos se lanzó al mundo con la misma mezcla de ambición e ingenuidad que caracteriza a los auténticos pioneros. De Euskadi saltó a Asia, primero en los hoteles de lujo, después a la jungla urbana de Manila, donde se instaló definitivamente.

El restaurante Asador Alfonso, Ubicado en medio de una finca de 9,4 hectáreas dedicada al ocio y la agricultura.

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Allí abrió en 2013 su primer restaurante junto al arquitecto y artista Carlo Calma. Lo bautizaron Gallery Vask y más tarde sería Gallery by Chele. Pero su proyecto más reciente, Asador Alfonso, inaugurado en 2024 en las colinas de Cavite, a una hora larga de la capital, resume quizá mejor la síntesis de su trayectoria: España reinterpretada bajo el sol de los trópicos, fuego castellano encendido con leña filipina.

El viaje hasta Alfonso merece ya la excursión. El restaurante se alza en el corazón de The Lava Rock, una finca de casi diez hectáreas, diseñada por Calma como homenaje a la naturaleza volcánica del país. El edificio brutalista, de hormigón y acero oxidado, parece emerger de la tierra como una escultura habitable. En el centro, un horno maestro Jumaco castellano —idéntico al que gobierna los asadores de Aranda o Segovia— simboliza la unión de los dos mundos. Aquí no hay artificio: el fuego manda.

Rodrigo Osorio, Chele González y Irene Fernández.

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La carta de Asador Alfonso respira esa honestidad primigenia que solo se alcanza cuando el producto es rey y la técnica se convierte en liturgia. Chele y su segundo, el chef Rodrigo Osorio, ofician frente al horno con una seriedad que conmueve. 

En sus manos, el cochinillo y el lechazo adquieren un brillo mestizo: piel crocante, carne melosa, perfume de humo tropical. Junto a ellos desfilan unas canónicas croquetas de jamón ibérico, un refrescante atún con gazpachuelo verde y encurtidos, unos boquerones tawilis —una especie endémica del lago Taal— tratados como joyas, una suculenta ostra Gallagher con escabeche de pollo y setas, guisantes lágrima –uno de los tesoros inesperados del archipiélago– con jugo de jamón, lomo de lenguado con una versión del famoso agua de Lourdes de Elkano, arroz de gamba roja hecho en cazuela de barro con un punto perfecto y la intensidad del crustáceo bien presente o un jamón de Wagyu A5 curado en casa que demuestra hasta qué punto el refinamiento puede convivir con el respeto por la tradición.

Jamón de Wagyu.

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El servicio, dirigido por Irene Fernández, esposa de Osorio, es ejemplar: cercano sin ser coloquial, profesional sin rigidez. En la bodega, una selección breve pero precisa de vinos españoles y franceses permite armonías insólitas para el público local. El resultado es un viaje sensorial donde el terruño ibérico se funde con la exuberancia filipina. Si el arte del asador consiste en domar el fuego, aquí se trata además de reconciliar dos geografías. Asador Alfonso no es un mero capricho de expatriado, sino un gesto de agradecimiento: la patria reencontrada al otro lado del mundo.

De regreso a Manila, el contraste con Gallery by Chele es fascinante. Situado en Bonifacio Global City, el distrito más vanguardista de la capital, el restaurante ocupa un espacio que bien podría pertenecer a una galería de arte contemporáneo: líneas curvas, maderas nobles, una iluminación teatral que envuelve cada mesa como un escenario. La mano de Carlo Calma vuelve a notarse en cada detalle: arte, arquitectura y gastronomía fundidos en un mismo lenguaje.

Bar del restaurante Gallery by Chele.

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El menú degustación —que cambia con las estaciones y los hallazgos de su Studio Lab— es un manifiesto de lo que Chele llama “cocina antropológica”. Una exploración del territorio filipino a través de sus ingredientes, de sus mitos y de sus oficios. En la práctica, se traduce en un diálogo permanente entre lo local y lo universal. A veces el plato remite a la memoria española, otras al recetario indígena; siempre hay una historia detrás, un gesto que conecta el pasado con el presente. Y, en esta ocasión, era el coco en sus múltiples variaciones. “¿No será demasiado impertinente la presencia de este fruto en todo el menú?”, inquiero preocupado. “Ni te vas a enterar”, responde con seguridad el anfitrión. Y así es.

Empieza el recorrido tras una serie de pequeños bocados que funcionan como mapa del archipiélago. Un kinilaw de pescado curado con vinagre de coco y cítricos abre la sesión con un chispazo de frescor marino. Le sigue un adobo reinterpretado en clave minimalista: trozos de cerdo cocinados en bambú al modo de los Aetas de Luzón, una técnica ancestral que Chele aprendió viajando por aldeas remotas. La textura ahumada y la nota ácida del vinagre lo convierten en un guiño a la historia colonial.

Uno de los platos a base de coco del Gallery by Chele.

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El hilo conductor es la despensa local: además del coco, el arroz, el calamansí, el pandan, el vinagre, las raíces fermentadas. Chele los manipula con el respeto del etnógrafo y la audacia del vanguardista. En la decena larga de bocados y platillos salados que integran la llamada Full experience, sobresalen la pureza de la langosta Palawan con erizo de mar y puré de patata, la contundencia del pulpo a la llama con jugo de pollo y corazón de palmito, la cocción perfecta y aderezo sabroso del pilpil de mero con kailan (brécol chino) o la finura del pato con banana e hibisco…

Su cocina es un mosaico de colores y temperaturas que desafía las fronteras entre lo telúrico y lo conceptual. Por ejemplo, al comenzar el capítulo de los postres, un caldo de cacao sorprende al comensal: no es dulce, sino salado, y nace de una investigación sobre el mucílago del haba, cuyos azúcares naturales fermenta para obtener un “chocolate puro” de textura sedosa y aromas vegetales. Este plato, que presentó en Madrid Fusión 2024, resume su curiosidad científica y su capacidad de hallar poesía en los residuos. 

Todo servido en una vajilla orgánica, hecha a mano por artesanos locales. Los camareros explican cada plato con una precisión que no cae en la retórica. El ritmo es pausado, casi ceremonial. Nada de fuegos de artificio, ni de sobremesas interminables: aquí lo importante es entender el viaje, saborear el país.

Ciencia, tradición y sostenibilidad

Pero Gallery by Chele no es solo un restaurante. Es también un laboratorio —el Stvdio Lab— donde se experimenta con fermentaciones, bebidas naturales y nuevas narrativas culinarias. En colaboración con universidades y comunidades agrícolas, el chef ha convertido este espacio en un punto de encuentro entre ciencia y tradición. Su idea de sostenibilidad no se limita al discurso ecológico, sino que se extiende a la transmisión del conocimiento. Por eso la guía Michelin lo distinguió además con la Estrella Verde, reservada a quienes promueven una relación ética con el entorno.

Comedor principal del Gallery by Chele.

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Cenar en Gallery es asistir a una representación coral donde la técnica se pone al servicio del relato. Cada plato, cada gesto, parece responder a una pregunta: ¿qué significa hoy cocinar en Filipinas? Y la respuesta, quizá, es que cocinar allí —y hacerlo desde la mirada de un español— supone reconciliar siglos de historia compartida, aprender a escuchar los ingredientes y devolverles su dignidad. No es casual que el restaurante figure desde hace años entre los 50 mejores de Asia, ni que su autor haya sido nombrado Chef del Año por Tatler Dining Philippines.

Cuando uno conversa con Chele después del servicio, el entusiasmo se contagia. Habla con la serenidad de quien ha encontrado su lugar en el mundo. “Gallery es una carta de amor a Filipinas”, dice. “Estas estrellas no son mías, son del país”. Y uno entiende que detrás del chef cosmopolita hay un hombre que aún se emociona con el olor del pan, con el rumor del mar o con una cosecha de arroz. Esa mezcla de humildad y ambición lo define mejor que cualquier premio.

Estas estrellas no son mías, son del país❞

Chele GonzálezChef de Asador Alfonso y Gallery by Chele

Salí de Manila con la sensación de haber asistido a un momento histórico: el reconocimiento internacional de una cocina que ya no imita a nadie. Que un español haya sido unos de sus catalizadores resulta, en el fondo, un hermoso círculo. Como si la historia del galeón volviera a repetirse, pero esta vez cargado de sabores, ideas y respeto mutuo. La gastronomía, cuando es verdadera, no conoce fronteras. Y la de Chele González, hecha de memoria y curiosidad, pertenece ya a ese pequeño club de cocinas que logran emocionar antes que impresionar.