“Cuando entremos en contacto con la gente de Alfa Centauri, se parecerán más a nosotros que los mbuti, porque habrá habido una convergencia tecnológica que implicará sociedades similares por haber llegado al mismo punto. Pero los mbuti van a la suya, son una bifurcación nuestra del paleolítico”, asegura Albert Sánchez Piñol (Barcelona, 1965) sobre esta etnia de la selva congoleña, una parte de los a menudo mal llamados pigmeos, uno de los grandes misterios de la humanidad, según el escritor y antropólogo, del que habla en su nuevo libro, Les tenebres del cor (La Campana, en abril en Alfaguara en castellano).
El libro es un ensayo en que retrata a algunos de los antropólogos que a lo largo de la historia buscan lo que a menudo denominarán “la gente del bosque”, pero “son totalmente diferentes entre ellos y a menudo ni se conocen, y es tan absurdo como si alguien dijera que todos los que viven en el continente son duendes, no tiene sentido, un malentendido por los prejuicios de los científicos de la época”, esgrime el autor, que empieza el libro hablando de fantasía, porque ya la Ilíada homérica nombra unos pigmeos maravillosos, y cuando en el siglo XIX los exploradores entran en contacto con algunos grupos de personas muy bajitas, creen haber encontrado a los que según el mismo Aristóteles “no son una fábula, existen realmente, son extremadamente primitivos, montan unos caballos proporcionales a su tamaño y viven en cuevas”.

El escritor y antropólogo, fotografiado este miércoles en las oficinas de Penguin Random House
Pero de hecho, dice Sánchez Piñol, “el libro ni siquiera va de pigmeos, sino de nuestras relaciones con lo fantástico”. Lo hace a partir de “la experiencia de los antropólogos que los han conocido, especialmente Paul du Chaillu, Georg Schweinfurth, Paul Schebesta, el matrimonio formado por Anne Eisner y Patrick Putnam, y Colin Turnbull, primero, para culminarlo con su propia experiencia de finales de los años noventa, cuando un joven aún inédito literariamente llega a Congo trabajando para una oenegé, y “de golpe me encontré a un hombre de quien no podía decir nada, solo el género, ni siquiera la edad. Me quedé en blanco. Es un fenómeno maravilloso que dura dos o tres segundos. Cuándo entras en contacto con una gente absolutamente distante de ti en todos los sentidos, culturalmente e incluso en el cuerpo... Ríete de los hobbits. Descubres que hay muchas maneras de vivir la experiencia humana y que la nuestra es solo una, la más poderosa y la más opulenta, pero hay otros conceptos del tiempo, la familia, el espacio, de todo, que te hacen estallar la cabeza. Su forma de vivir no es como la nuestra, y no veo ningún motivo para decir que la nuestra es mejor”.
De alguna manera, configura una especie de manual de antropología, “la mayor inmersión dentro del mundo empático”. En un momento determinado trabajó en una tesis doctoral sobre los mbuti que trató, pero perdió toda la documentación... “No tengo el título de doctor, pero ¿a quién le importa? Además, no estar dentro de la academia me ha dado mucha libertad, porque hago un libro para los lectores”. “No quería ser pretencioso, porque no me podía poner a la altura de los colosos del intelecto que me precedieron, así que hice un compromiso conmigo mismo, no podía hablar de la épica, pero sí de la experiencia lírica interior del trabajo de campo, porque hay muchas cosas que van por dentro, las que van por fuera son de capitán Kurtz de pacotilla, tragicómico, pero te tienes que reír de ti mismo”, señala antes de hablar del “surrealismo mágico que han inventado los africanos: un día en Congo es como aquí un mes, o un año, de cosas que pasan. Podías estar a punto de morir y en la gloria en media hora de diferencias. Es otro mundo, pero cuando entras en los pigmeos pasas de la alteridad a la hiperalteridad”.