Hay tantos Armani que la noticia de hoy no es el final de todo. Giorgio Armani, uno de los grandes diseñadores del siglo XX, ha muerto hoy en Milán a los 91 años. El pasado junio todos se habían alarmado porque, por primera vez, el Rey —así lo llamaban todos— no había asistido al desfile de su colección en la Semana de la Moda de Milán. Nunca había ocurrido y, bajo la pasarela, se temía tener que afrontar un “después” que nadie podía imaginar, aunque Armani lo había previsto desde hacía tiempo, dejando un verdadero imperio en manos de su compañero y socio de toda la vida, Leo Dell’Orco, y de su sobrina Silvana, que ahora deberán defender un grupo económicamente sólido de las ambiciones de los grandes conglomerados.

Giorgio Armani saluda al público al término de un desfile en París, en 2010 (PIERRE VERDY / AFP)
Armani, sin embargo, se había recuperado y, aunque renunció a las vacaciones en Pantelleria, su isla más querida, se puso a trabajar como siempre, adquiriendo La Capannina, un local en la playa toscana de Forte dei Marmi, por donde habían pasado los grandes intelectuales del siglo XX italiano, como Ungaretti y Montale, y donde Giorgio había conocido a Sergio Galeotti, el amor de su vida y luego socio, que murió prematuramente a los 40 años en 1980.
Italia está de luto: mañana y pasado en el teatro que lleva su nombre se instalará la capilla ardiente, mientras que el funeral se celebrará el lunes en forma privada. Las notas de condolencia del presidente de la República, Sergio Mattarella, y de la primera ministra, Giorgia Meloni, no son una mera formalidad. Nadie, de hecho, ha representado como Armani la esencia de Italia en los últimos 40 años, una especie de embajador de los valores nacionales modernos.

Giorgio Armani, fotografiado en una rueda de prensa en Hong Kong en el año 2004
La época decisiva en este sentido fueron los años ochenta, cuando Armani firmó una especie de uniforme de la burguesía urbana. Obviamente no todos vestían Armani, pero su estilo marcó a una clase dirigente que ya no era únicamente industrial, sino también activa en el sector terciario, los medios y la comunicación. Era la estética de una Italia que salía del folclore y se despojaba de la pátina barroca, tan en boga sobre todo fuera de sus fronteras.
Una dinámica que tuvo su centro indiscutible en Milán, la ciudad que Armani había elegido, viniendo de una realidad provinciana como la de Piacenza, en el límite entre Emilia y Lombardía. El símbolo de esta revolución, sociológica antes que de vestuario, fueron las chaquetas desestructuradas, el traje perfecto para las mujeres que ganaban poder y para los hombres que se sentían más libres: interceptando una necesidad de ligereza y elegancia.
Armani era la estética de una Italia que salía del folclore y se despojaba de la pátina barroca
Esa misma búsqueda lo enfrentó también a algunos ilustres colegas italianos, empezando por Gianni Versace. El propio Armani había contado una anécdota que resume bien este dualismo: los dos se encontraron por casualidad en Piazza di Spagna, en Roma, y “Gianni me dijo: ¿Sabes una cosa, Giorgio? Tú vistes a mujeres elegantes, mujeres sofisticadas. Yo visto a las putas”. Un episodio que Donatella, hermana del diseñador asesinado en Miami en 1997, definió como “falso y mezquino”, pero que fue retomado de algún modo por Anna Wintour, la mítica directora de Vogue, que sintetizó así el carácter de las dos casas: “Armani viste a las esposas, Versace a las amantes”.
Los primeros años ochenta son también aquellos en los que, sin grandes dificultades, la revolución de Armani cruzó las fronteras italianas. El punto de inflexión fue sin duda el estreno de American Gigolo, la película de Paul Schrader, en la que el protagonista, Richard Gere (aunque debía ser John Travolta), se prueba frente al espejo las prendas de Re Giorgio, símbolo de un nuevo ideal masculino, sensual pero no vulgar.
En esa ocasión, Armani entendió el poder del cine, y viceversa. Tanto que Martin Scorsese le dedicó un documental, en el que recordaría sus orígenes, en particular la figura de su madre Mariù, dotada de “una elegancia sobre todo interior, también porque no tenían mucho dinero. Mi madre hacía la ropa para nosotros los chicos y eran objeto de envidia por parte de nuestros amigos de la escuela. Parecíamos ricos pero éramos pobrísimos”. Una base sólida para convertirse en el Rey.