Hace dos años, el periodista Nando Cruz puso negro sobre blanco las consecuencias negativas de los grandes festivales para el tejido musical español, afectado por la desertización de las pequeñas salas, las dificultades económicas para los artistas noveles y la pérdida del foco musical en unos eventos convertidos en experiencias. Una mirada preocupante plasmada en Macrofestivales, el agujero negro de la música que ahora complementa con la cara opuesta de estos eventos en Microfestivales y otros escenarios posibles (Sílex), donde desgrana el variado abanico de alternativas festivaleras que conviven por todo el país, una prueba de que las cosas pueden hacerse de otra manera con la mirada puesta en la colaboración y la imbricación en el territorio.
En los festivales visitados por Cruz se escucha flamenco, hip-hop, punk, reggae o techno, sonidos variados unificados por ideas ingeniosas “que pueden iluminar a quienes quieren hacer cosas y no saben por dónde tirar”. También les une el deseo de plantar la semilla cultural en territorios yermos, ya sea por la despoblación, la lejanía del centro o las dificultades económicas. Es el caso del Reggaeboa que se celebra en Balboa, una pequeña localidad de 60 habitantes en El Bierzo que desde el 2010 celebra un festival para 1.500 personas. “El anterior alcalde del pueblo me contó que montaron el festival porque se dieron cuenta de que, si no hacían algo cultural, se morirían de asco, abandonarían el pueblo o su vida sólo sería trabajar y dormir”, relata Cruz.
“Hay gente que tiene una Harley Davidson; yo tengo un Rincón Pío” le contó al periodista Yiye Álvarez, fundador del Rincón Pío Sound en la localidad extremeña de Don Benito, un espacio que ha traído bandas internacionales gracias a la colaboración de varios vecinos. “No puedes compartir una Harley, en cambio un espacio musical puede enriquecer a tu pueblo y hacer que muchas más personas disfruten de lo que haces”, comenta Cruz, que en su recorrido musical se ha encontrado una y otra vez con la autogestión como elemento esencial.
“Nos han vendido la moto de que la especie humana ha avanzado gracias a la competición”, explica para negar la máxima: “Nos hemos mantenido como especie gracias a la cooperación”, la misma que dio pie a un circuito de festivales punk en Extremadura de la mano de la asociación Bellota Rock, responsable del festival Pringón & Roll de Valdencín, erigido gracias a las cuotas y el trabajo voluntario de los asociados, que a su vez dio pie a varios festivales más en localidades. “Federarse como festivales de punk es algo insólito desde la mentalidad del empresario que lo que busca es eliminar la competencia, conseguir los mejores grupos y quitarle público a la competencia”, apunta Cruz.
“La mayoría de estos proyectos demuestran que se puede ser algo más que un simple consumidor, que es lo que somos cuando vamos al cine o a un festival, pagamos un dinero y nos ofrecen lo que se supone que vale la entrada que hemos pagado” comenta el veterano periodista musical, que contrapone esta manera de consumir cultura con la de formar parte del proyecto, “lo puedes enriquecer y puedes enriquecerte como persona más allá de lo musical”.
Este elogio de la colaboración no implica romantizar proyectos que en muchas ocasiones están “atravesados por la precariedad”, situación que no puede asumirse como normal. “En la cultura circula cada vez más dinero, pero no veo que los artistas se beneficien de ello”, comenta Cruz. “Estos proyectos siguen tirando del voluntariado, del deseo que la gente de tu pueblo o barrio vivan mejor gracias a proyectos culturales, pero el reparto de recursos públicos continúa estando muy desequilibrado”, reflexiona, apuntando a las subvenciones concedidas a macrofestivales “mientras proyectos que con cuatro duros tirarían no hay manera de que reciban ayudas”.
Detrás de esta forma de gestionar el dinero público, Cruz ve una forma de entender la cultura desde la rentabilidad, “como si construyes una escuela calculando el retorno económico. La educación o la sanidad no han de generar este retorno, son derechos básicos, y la cultura también lo es”. Esta perspectiva se ha visto acrecentada en los últimos decenios al comprobar que la música en vivo es un polo de atracción turística, y por tanto de ingresos. “Casi todos los partidos y ayuntamientos están a la expectativa de hacer un festival para que la población se llene de gente”, lamenta. “Pero esto es una derivada, las potencialidades de la cultura son otras”.
¿Se puede hacer un gran festival priorizando la cultura? “Ver un concierto a través de una pantalla es una obscenidad, debería ser ilegal”, responde tajante Cruz. “Pero a partir de cierto número de gente estas cosas deben ser así, porque si no el que está al fondo no ve nada”. El tamaño marca la calidad de la propuesta, y aquí ganan los pequeños festivales, donde “tienes una sensación verdadera o falsa de formar parte de una comunidad” que se desvanece en los espacios macro, a pesar de que también se apropian de la idea comunitaria, “al igual que se apropian de palabras como libertad”.
Estos macrofestivales también aparentan fortaleza aunque, en su opinión, son cada vez más frágiles. “Han de garantizar que al año siguiente vuelva a entrar toda esa gente en el recinto, y eso te obliga a conseguir dinero público, a buscar patrocinadores que desvirtúan el cariz cultural. Cuando has de forzar la máquina para lograr que tu evento funciona es cuando comienza a temblar la idea de hacer un festival para la gente de tu pueblo y punto”, comenta, y sentencia: “Son los festivales quienes se tienen que ajustar a la medida de los pueblos o ciudades donde se celebran, y no al revés. Pero estamos en una época en que parece que sean las ciudades o pueblos quienes deban ajustarse al festival”.
Es lo que hicieron en el Aplec dels Ports cuando la asistencia masiva de público les rebasó “y la gente del pueblo dijo que no quería estar allí durante el fin de semana”. El veterano aplec de los pueblos de Castelló optó por contratar artistas menos conocidos y anunciar el cartel más tarde para así desalentar la llegada de gente de fuera, porque su principal objetivo es “que la gente del pueblo viva mejor y esté contenta”, un objetivo que, si se tiene claro, transforma los festivales de música en espacios “de salud, de cohesión social, que te enseñan a trabajar con los demás y hacer cosas para tu pueblo”.

