Los monumentales templos griegos, las catedrales medievales, los grandes palacios reales de la Edad Moderna… Han sido necesarios varios milenios para que vieran la luz los primeros rascacielos en la arquitectura occidental. Mucho tiempo para plasmar un deseo de sobras conocido: construir lo más alto posible para rozar las nubes y entrar en el mundo de lo divino, a imagen y semejanza de la Torre de Babel mencionada en la Biblia, con la que los hombres pretendían alcanzar el cielo.
Los rascacielos también vinieron a satisfacer otra antigua necesidad humana (o una evolución de la misma, si se quiere): la representación simbólica del poder. Eran producto del desarrollo del capitalismo, de los avances científico-técnicos y de las novedades urbanísticas que comportaban la concentración de los negocios en el corazón de las ciudades.
La altura, una necesidad
Chicago, Estados Unidos, segunda mitad del siglo XIX. Cada año llegaban a la ciudad de las oportunidades miles de inmigrantes de todos los rincones del país en busca de trabajo. La urbe pronto se convirtió en un importante núcleo comercial. El crecimiento de la población estuvo acompañado de un incremento de la especialización profesional, y Chicago se transformó en una metrópoli de oficinas que cada vez ocupaban más espacio.
El valor del suelo edificable en el centro se disparó, sobre todo cuando la construcción del denominado loop, el sistema de transporte público ubicado sobre una vía elevada, facilitó el acceso a la zona.
A todos estos factores hay que añadir el episodio de 1871. Durante tres días, del 8 al 10 de octubre, un incendio arrasó gran parte de la ciudad. El fuego se originó en un establo de las afueras. Cuenta la leyenda que fue una de las vacas del granjero Patrick O’Leary la que golpeó una lámpara de queroseno y provocó las chispas iniciales. Cierto o no, el caso es que el Big Fire, como se apodó el suceso, acabó con la vida de cientos de personas y destruyó más de 17.000 edificios.

Ilustración del artista John R. Chapin representando el incendio de Chicago de 1871
Es difícil imaginar el enorme esfuerzo de reconstrucción que se llevó a cabo en los años posteriores. Arquitectos de fama internacional acudieron a la ciudad para contribuir con su trabajo a tal empresa, aportando sus diferentes puntos de vista y experiencias. Fue así como, teniendo en cuenta los grandes problemas de congestión que sufría Chicago antes del incendio, nacieron los edificios altos.
Aunque no existe un acuerdo sobre la cuestión, se suele considerar como primer rascacielos el Home Insurance Building, construido en 1885 por el ingeniero William Le Baron Jenney. Se trataba de un edificio de 42 m de altura y diez plantas sostenido por un armazón de metal. El peso total de las columnas verticales y las vigas horizontales era dos tercios inferior al de las paredes de piedra gruesa utilizadas hasta entonces con el mismo resultado. Aquel fue el gran descubrimiento.

El Home Insurance Building, primer rascacielos con estructura de acero que se levantó en el mundo.
Hoy puede parecer ridículo llamar rascacielos a un edificio de diez plantas, pero lo cierto es que no existe una descripción concreta sobre la altura mínima que debe tener este tipo de construcción. La definición oficial de facto es la que aporta el Council on Tall Buildings and Urban Habitat (CTBUH), un organismo sin ánimo de lucro con sede en Chicago. Según este, un rascacielos “es un edificio en el que lo vertical tiene una consideración superlativa sobre cualquier otro de sus parámetros y el contexto en el que se implanta”.
Una carrera competitiva
Si bien los primeros experimentos de edificios muy altos se produjeron en Chicago, fue Nueva York el auténtico centro neurálgico de los gigantes de hierro, y más concretamente Manhattan. A partir de la década de los treinta, este barrio se empezó a poblar de grandes torres que parecían participar en una competición deportiva.
Primero fue el Chrysler Building, en 1930, que superó en apenas 19 metros de altura a la Torre Eiffel, de 300, y trasladó el récord a Estados Unidos. Un año después lo desbancó el Empire State Building, todo un símbolo iconográfico de 381 m. La transformación en la tipología de los rascacielos y en su relación con la ciudad llegó en 1944 de la mano del Rockefeller Center, un complejo de 259 m en el que las oficinas se integran armónicamente en los espacios de ocio. Las Torres Gemelas, que también batieron récord de altura, con 417 m, inauguraron el concepto de la duplicidad a principios de los años setenta.

El World Trade Center de Manhattan (Nueva York), con las Torres Gemelas como principales exponentes, antes del atentado del 11 de septiembre del 2001
Nueva York no sería conocida como “la ciudad de los rascacielos” sin los avances científico-técnicos que se desarrollaron en el mundo desde finales del siglo XIX. Junto con el hormigón armado, el uso del acero industrial en las estructuras arquitectónicas fue esencial, pues, colocado en forma de pilastras y vigas, las hacía mucho más resistentes.
No fue menos importante la invención del ascensor eléctrico por Frank J. Sprague en 1892. Con el tiempo, constituiría también un factor relevante el control de la ventilación y de la temperatura interior del edificio, así como avanzados sistemas contra incendios.
El rascacielos se exportó a Europa como tipología arquitectónica en la década de los años cincuenta del siglo XX. Hasta entonces, las ciudades del Viejo Continente no habían sentido la necesidad de aumentar el suelo edificable y crear distritos financieros para demostrar su dominio de forma simbólica. Tampoco lo podían hacer legalmente: por lo general, la altura de las construcciones se limitaba a cinco plantas.
El motivo era la importancia que se atribuía a la protección de los centros históricos. Pero también emergieron razones de otra naturaleza: en la Segunda Guerra Mundial y durante la posguerra, el hierro o el acero se dedicaron a empresas más urgentes, como la industria bélica o la reconstrucción de las obras de infraestructura civil.
Oriente por las nubes
En la actualidad, el foco de atención se ha desplazado hacia Asia. Los rascacielos conceden notoriedad a las ciudades que los construyen, convertidos en un reclamo turístico más. En los últimos años se han constituido también en un producto de consumo, gracias a los grandes complejos de ocio habitualmente engastados en su interior. En Asia se levantan hoy los edificios más altos del planeta: el Burj Khalifa (Dubái, 828 m), el Merdeka 118 (Kuala Lumpur, 678,9 m), la Shanghai Tower (Shanghái, 632 m), el Abraj Al-Bait (La Meca, 601 m), el Ping An Finance Center (Shenzhen, 599,1 m)...
La proliferación en los últimos veinte años ha sido espectacular. El Taipei 101 (509 m), que había arrebatado la corona a las Torres Petronas (452 m) de Kuala Lumpur, la capital malasia, en 2004, la perdía solo cinco años después, en 2009, a manos del Burj Khalifa emiratí, todavía no superado, pese a los más de un millar de edificios de gran altura levantados desde entonces en el mundo.

Skyline de Dubái, con el Burj Khalifa al fondo
Ahora bien, la construcción de megaestructuras comporta problemas como la resistencia a los terremotos. Según un reportaje publicado en 2008 en el diario Shanghai Daily, la mitad del acero que utilizaban las constructoras de la ciudad no reunía los requisitos básicos de calidad, por lo que los rascacielos podrían no soportar un seísmo si sus estructuras se corroen.
También podría sucumbir el propio terreno. Geólogos taiwaneses aseguraron en su día que la actividad sísmica se ha incrementado desde que se construyó el Taipei 101. El estrés causado por la enorme mole de acero podría haber reabierto una antigua falla, haciendo que la zona sea más vulnerable a los terremotos. Otros expertos discuten la relación.

El Taipei 101 tiene forma de pagoda de ocho pisos
Los rascacielos del futuro inmediato tienen un reto todavía más importante: disminuir su impacto medioambiental. Arquitectos y promotores de todo el mundo están asumiendo una responsabilidad ecológica que integra los principios de la arquitectura sostenible. Además de ahorrar agua y energía y de utilizar materiales reciclables, algunos edificios llegan incluso a simular morfologías orgánicas.
Ese habría sido el caso de la Dynamic Tower, proyecto del arquitecto David Fisher cuya inauguración se preveía en Dubái para 2010. Iba a tratarse de un edificio de 420 metros con 80 pisos capaces de girar 360 grados en 24 horas gracias a turbinas eólicas. Así, la línea del edificio variaría constantemente sin que el inquilino lo advirtiera. Y para evitar las críticas sobre el elevado consumo de energía de los rascacielos, pretendía convertirse en el primero de la historia en ser energéticamente autosuficiente. La crisis financiera de 2008 y la recesión subsiguiente se llevaron por delante la idea.
Este texto es una actualización de un artículo publicado en el número 497 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a [email protected].