Más allá del Salvaje Oeste: el expansionismo de EE.UU. que Trump ahora quiere retomar

Historia contemporánea

La Doctrina Monroe, una idea en origen anticolonialista, acabó justificando el imperialismo estadounidense de la segunda mitad del siglo XIX que miró hacia dos áreas: el Caribe y el Pacífico

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Esta pintura de Clyde De Land recrea el nacimiento de la Doctrina Monroe en 1823: el presidente James Monroe exhibe un globo terráqueo y fija el principio de no injerencia entre EE.UU. y Europa 

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A mediados del siglo XIX, EE.UU. ya había conquistado todo el Oeste. El país había cumplido así la misión civilizatoria que le había encomendado Dios mismo. Ocupar el continente, del Atlántico al Pacífico, era el destino de la joven nación y, tras compras, anexiones y guerras –y una progresiva limpieza étnica de los nativos–, finalmente lo había logrado. La expresión destino manifiesto se acuñó precisamente en ese momento, justo cuando ya se había completado la expansión. Fue una justificación con trasfondo religioso que, a posteriori, quedó fijada en el imaginario nacional. El Pueblo Elegido había llegado a su Tierra Prometida.

¿Y ahora qué? ¿Debía EE.UU. encontrar una nueva frontera o parar? ¿Debía conquistar ahora todo México tras arrebatar a sus vecinos, guerra mediante, el extenso territorio que va desde la Alta California a Texas? ¿Debía pensar en anexionarse Canadá, como ya se habían planteado los mismos padres de la independencia? ¿Qué límite tenía la misión divina? El debate resultó intenso en esas décadas entre la pujante opinión pública estadounidense.

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Grabado de la batalla de Buena Vista, de 1847, una de las más importantes de la guerra mexicano-estadounidense que consolidó la expansión hacia el Oeste 

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Y lo que ocurrió fue una especie de solución a medias: EE.UU. siguió expandiéndose, pero menos y con objetivos estratégicos muy específicos, y, sobre todo, optó esta vez por aumentar su área de influencia a todo el continente americano y el hemisferio occidental. Y también se convenció de que tenía todo el derecho a hacerlo.

Así, lo que vino después, pasada ya la Guerra Civil, fueron varios movimientos en dos direcciones: el Caribe y el Pacífico. El país aún tenía el complejo de no ser una potencia marítima a la altura de su antigua metrópoli, y, acorde con los tiempos –emulando al mismo Imperio británico–, apostó esta vez por el control de puertos estratégicos que le aseguraran una buena porción del pastel comercial. 

Primero fue la compra de Alaska; después llegaron Cuba, Puerto Rico, Hawái, Filipinas, Guam, Samoa y Panamá

Esta fase, que los historiadores suelen ver como el pistoletazo de salida del imperialismo estadounidense, arranca con la compra de Alaska en octubre de 1867, todavía en el continente americano. Los rusos controlaban el territorio, pero lo vendieron encantados por 7,2 millones de dólares, en parte también para evitar que acabara en manos británicas. EE.UU. se quedaba con una extensa península de más de 1.700.000 kilómetros cuadrados, y muchas dudas sobre si había hecho o no un buen negocio. Con el tiempo, la compra quedó amortizada con creces, especialmente tras descubrirse oro a finales del siglo XIX e importantes yacimientos de petróleo ya en pleno XX. Fue también en aquel entonces que EE.UU. se planteó por primera vez comprar Groenlandia a los daneses.

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Caricatura del siglo XIX que ridiculiza la compra de Alaska a los rusos en 1867 

Bettmann / Getty

Sin embargo, la gran expansión no se materializó hasta finales del XIX. Los intereses estadounidenses en el Caribe ya venían de lejos: el sur esclavista veía en la Cuba española un territorio codiciado, que le hacía la competencia, pero que encajaba a la perfección con sus bases económicas. Era una evolución “natural”, por lo que se llegaron a plantear su anexión poco antes de la guerra de Secesión. En 1854, un grupo de diplomáticos difundió el manifiesto de Ostende, que proponía comprar la isla por 120 millones de dólares y añadía que, en caso de negativa española, había que tomarla por la fuerza.

El sur perdió y la nueva conquista no tuvo lugar, pero EE.UU. se dedicaría los años siguientes a desestabilizar la isla mediante la financiación constante de grupos independentistas. Hasta que estalló la guerra Hispanoamericana de 1898, en la que, como es sabido, los estadounidenses vencieron a una debilitada España. De esta manera, Cuba lograba su independencia formal, bajo tutela de EE.UU., y Puerto Rico, también colonia española, pasaba a formar parte de la unión, y con el tiempo obtendría el estatus sui generis de “estado libre asociado” que todavía mantiene.

Monroe fijó el principio de que Europa no debía entrometerse en asuntos americanos; a cambio, EE.UU. tampoco cuestionaría la política de las grandes potencias

Por el mismo precio, la victoria estadounidense supuso quedarse con excolonias españolas en el Pacífico: Filipinas, Guam y las islas Marianas. Los intereses estadounidenses en el océano también habían empezado a mediados del XIX, cuando reclamó para sí las islas Midway en 1867 y donde estableció una pequeña base. Además, ya contaba con una importante presencia en las antiguas Sandwich, en ese momento reino de Hawái, y en Samoa, también en la Polinesia.

En paralelo a la guerra con España, EE.UU. decidió derrocar a la última soberana de la monarquía hawaiana y anexionarse el territorio sin ningún amparo legal (1898). Hoy día es el estado número 50. En el caso de Samoa, tras disputas con el Reino Unido y Alemania, consiguió quedarse las islas orientales, que pasaron a su control en 1899. Actualmente, la Samoa Americana es uno de los catorce territorios no incorporados de EE.UU. Con la independencia de Panamá en 1903 de Colombia, y la posterior apertura del canal –todo con financiación estadounidense–, se completaba la gran expansión marítima. El nuevo eje del Caribe al Pacífico aseguraba las rutas comerciales y colocaba el país como un actor importante en el nuevo mundo.

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Combatientes cubanos durante la guerra por la independencia contra España 

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Las razones de esta expansión son varias. Por un lado, la sustancial industrialización que vivió EE.UU., especialmente en el norte, forzó la apertura de nuevos mercados para colocar sus productos. Por el otro, el contexto de la época era de enorme agitación capitalista. Con el Reino Unido a la cabeza, las grandes potencias se lanzaron a la conquista del mundo. El reparto de África, con fronteras trazadas a escuadra y cartabón, consolidó la era del imperialismo colonial. EE.UU. no quiso ser menos y, además, consideró que, si a los europeos les correspondía el hemisferio oriental, a ellos les tocaba América y todo el hemisferio occidental. Ese era el acuerdo tácito. (Con Filipinas rebasaron esos límites geográficos, pero colocarse a las puertas de Asia bien parecía un motivo de peso para saltarse sus propios principios).

Y he aquí la justificación: James Monroe. Cabe remontarse a la primera mitad del siglo XIX para entender esa concepción de reparto del planeta. El quinto presidente de Estados Unidos proclamó en 1823 que Europa no tenía ningún derecho a intervenir en asuntos del continente americano y que cualquier intento de ello, sería visto como una amenaza. A cambio, EE.UU. se comprometía a no meterse en asuntos europeos. Lo que inicialmente era una proclamación anticolonial meramente defensiva, en un contexto en el que España iba perdiendo todas sus posesiones en el sur del continente –con el apoyo estadounidense–, acabaría justificando que EE.UU. se erigiera en árbitro de cualquier movimiento político que aconteciera en América en las siguientes décadas y siglos.

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La caricatura de 1898 critica la política expansiva de EE.UU., que incluso iba más allá del pacto tácito de repartirse los distintos hemisferios: Filipinas rebasaba este supuesto interés 

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El culpable de esa reinterpretación fue Theodore Roosevelt (1901-1909), vigesimosexto presidente y personaje clave en el auge imperial estadounidense. El llamado Corolario Roosevelt de 1904 añade a la Doctrina Monroe la idea de reservarse la potestad de intervenir en cualquier asunto americano si están en juego los intereses propios. En paralelo al Lebensraum alemán, EE.UU. reclamaba su propio “espacio vital”. América Latina pasaba así a ser el “patio trasero” de EE.UU. hasta que otro Roosevelt, en este caso Franklin Delano, estableciera, a mediados del XX, una política de “buena vecindad” que pretendía atenuar el control estadounidense de la geopolítica continental. Sin embargo, la Historia nos explica que la intromisión estadounidense en el sur ha sido mucha y variada, de Nicaragua a Chile, y ha llegado hasta nuestros días. Por cierto, Theodore Roosevelt fue vicepresidente y sucesor de William McKinley (1896-1901), el gran impulsor de la expansión marítima. Su proclama justificaba así el imperialismo de su predecesor.

Es justo indicar que la política imperialista de EE.UU. fue objeto de mucho debate interno. Por ejemplo, el escritor Mark Twain, una de las cabezas visibles del movimiento Anti-Imperialist League, criticó severamente las políticas de expansión, especialmente después de ver las condiciones de vida de los filipinos durante la colonización. EE.UU. siempre mantuvo un activo progresismo en esa época, que remarcó que los orígenes anticoloniales de la nación eran incompatibles con el sometimiento de otros pueblos. Frente a eso, los partidarios de la expansión siempre esgrimieron argumentos civilizatorios. En tanto que país de la libertad, EE.UU. tenía la misión (y el derecho) de promover sus valores en su área de influencia. 

También hubo una fuerte oposición desde la tradición aislacionista estadounidense. Ya durante las guerras con México (1846-1848) bajo la presidencia de James K. Polk, la corriente All Mexico Movement abogaba por invadir todo el país, pero muchos otros lo consideraban absurdo, al entender que, por un lado, el modelo de colonialismo propio era “de asentamiento” y, por lo tanto, solo tenía sentido en territorios poco poblados. Y, por el otro, una posición de tintes racistas: muchos pensaban que sería muy difícil controlar un país mestizo y católico como era México. Mejor no meterse en líos.

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El presidente William McKinley (1843-1901, izqda.), junto a su entonces vicepresidente Theodore Roosevelt (1858-1919): ambos definieron el nuevo imperialismo colonial estadounidense 

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EE.UU. ya no podría argumentar ahora que su colonialismo no era tal en contraste con el de las potencias europeas. En la primera mitad de siglo, se justificó la conquista del Oeste en el hecho de que era una expansión continental, y no marítima. Sus enemigos, especialmente los británicos, le afearon esa idea, que calificaron de “falacia del agua salada”. Pero ahora ni siquiera eso: EE.UU., otrora el gran adalid anticolonial, ya se había convertido en una gran potencia imperialista más

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Este artículo ha contado con el asesoramiento de los historiadores Alberto Pellegrini, profesor de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona; y Andreu Espasa, profesor del departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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