“Ahora debemos soportar lo insoportable y tolerar lo intolerable”: cómo Hirohito asumió la rendición de Japón tras Hiroshima y Nagasaki

80 aniversario

Más allá del impacto de las dos bombas atómicas, la rendición nipona en la Segunda Guerra Mundial fue un proceso que estuvo a punto de fracasar y alargar el conflicto 

Hirohito visita a unos huérfanos de guerra en Yokohama en 1946

Hirohito visita a unos huérfanos de guerra en Yokohama en 1946

Dominio público

Japón estaba contra las cuerdas incluso antes de que EE. UU. Lanzara las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki   ahora hace 80 años. Desde principios de 1945, las fuerzas estadounidenses estrangulaban las islas natales del imperio del Sol Naciente. Con este panorama, en el seno del gobierno de Tokio y en el entorno del emperador Hirohito comenzó a aflorar la idea de capitular.

En el verano de 1945, las tropas de EE. UU. Habían avanzado hasta Okinawa, sus bombardeos arrasaban las ciudades japonesas con munición incendiaria (en el ataque a Tokio del 9 de marzo se calcula que murieron 100.000 personas) y la US Navy impedía la llegada de comida y materias primas al archipiélago.

Segunda Guerra Mundial. Frente del Pacífico. Los estadounidenses en Okinawa. 13 de abril de 1945. /

Los estadounidenses en Okinawa. 13 de abril de 1945

Aurimages

En esos momentos tan críticos para Japón, las decisiones gubernamentales dependían del grupo conocido como los “Seis grandes”. Formado por el primer ministro, Kantaro Suzuki, y los titulares de Asuntos Exteriores (Shigenori Togo), Marina (Mistumasa Yonai), Guerra (Korechika Anami) y los jefes militares de la Armada (almirante Soemu Toyoda) y el Ejército (general Yoshijiro Umezu).

No era un grupo ideológicamente homogéneo. Estaban divididos entre los partidarios de buscar una salida negociada –el primer ministro, el de Asuntos Exteriores y el ministro de Marina– y los de luchar hasta el final –el titular de la cartera de Guerra y los jefes militares–.

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Dentro del acuerdo que esperaban lograr los partidarios de la paz figuraba el mantenimiento de Hirohito en el trono tras la guerra. Su máxima esperanza era contar con la mediación de la URSS, ya que Tokio y Moscú habían firmado un pacto de neutralidad en abril de 1941 que seguía en vigor.

Por encima de estas dos facciones estaba el emperador. No intervenía en las cuestiones de gobierno, pero, por el papel divino que le otorgaba la tradición, podía decantar la balanza si se pronunciaba en un sentido u otro. Hasta poco antes del verano de 1945, Hirohito se mostraba partidario de seguir con la guerra. Incluso veía con buenos ojos plantear una gran batalla final contra los estadounidenses si estos invadían las islas japonesas.

Potsdam y el destino de Hirohito

Este ardor guerrero del emperador comenzó a apagarse cuando se certificó la derrota nipona en la batalla de Okinawa. A partir de ahí, comprendió que no tenían mucho sentido las proclamas de sus almirantes y generales de buscar una gran batalla final para forzar a los aliados a negociar.

Además, entre los partidarios de la paz comenzó a extenderse la creencia de que Japón vivía una situación prerrevolucionaria, por el hambre que sufría la población a raíz del bloqueo aeronaval estadounidense. Este escenario hacía temer a esta facción por la pervivencia del sistema imperial.

Niños soldados en Okinawa

Niños soldado en Okinawa

Dominio público

Las noticias que llegaban desde Potsdam tampoco tranquilizaron a este grupo. En la declaración final de la conferencia, los aliados reclamaron la rendición incondicional de Japón y dejaban en el aire el futuro del emperador, al asegurar que todo dependería de “la voluntad libremente expresada del pueblo japonés”.

La intransigencia aliada parecía dar alas a los partidarios de la línea dura en Tokio. Estos halcones parecieron no verse afectados en su postura por la primera bomba atómica sobre Hiroshima. El entorno de Hirohito y los miembros civiles del gobierno quedaron impresionados por la explosión nuclear, pero tanto el Ejército como la Armada consideraron que EE. UU. No tendría más armas de ese tipo.

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El 9 de agosto fue un día duro para los japoneses: se lanzó la segunda bomba sobre Nagasaki y los soviéticos atacaron en Manchuria. Pese a que Stalin había firmado la declaración de Potsdam, en Japón se seguía confiando en su mediación. Sin embargo, la ofensiva del Ejército Rojo en Asia eliminaba cualquier opción de una paz negociada, aunque en Tokio no se veía el panorama claro por la avalancha de eventos.

El mismo 9 de agosto, los “Seis Grandes” se reunieron para discutir si aceptaban la demanda de rendición incondicional. Los partidarios de la paz querían acatar Potsdam, y solo pedirían alguna garantía de mantener al emperador como jefe del Estado. La facción belicosa elevó la apuesta al imponer tres condiciones más: Japón desarmaría a sus propias tropas, el país no sería ocupado y los criminales de guerra serían juzgados por tribunales nipones.

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Iósif Stalin, Harry S. Truman y Winston Churchill en Potsdam en julio de 1945

Terceros

Las discusiones se alargaron hasta casi la medianoche. Al final, Hirohito rompió su equidistancia y apostó por aceptar la declaración de Potsdam, solo con la condición de mantenerse en el trono, asegurando que “ahora debemos soportar lo insoportable” para evitar le destrucción del país.

De inmediato, se enviaron mensajes a EE. UU. A través de las delegaciones en Suiza y Suecia (neutrales en la guerra). Los aliados no contestaron hasta el día 13, e insistieron en que Hirohito debía someterse al comandante en jefe de la ocupación (que sería el general Douglas MacArthur) y esperar a lo que dictara el pueblo japonés. La respuesta aliada amagó con iniciar un nuevo debate entre los bandos de los “Seis Grandes”, pero Hirohito zanjó la cuestión rápidamente e hizo saber que el país debía aceptar las condiciones aliadas.

Golpe contra el emperador para salvar al imperio

A las 11 de la noche del 14 de agosto, Hirohito grabó el discurso de la rendición que se emitiría al día siguiente por la NHK (la radio pública del país). Pero aún faltaban por escribirse algunas líneas del final de la Segunda Guerra Mundial.

A medida que se extendían las noticias de una rendición inminente, algunos militares japoneses muy extremistas comenzaron a planear un golpe de Estado para evitarla. El líder de esta conjura era el mayor Kenji Hatanaka, quien se justificó diciendo que se mantenía leal a la institución imperial, pero que Hirohito iba a cometer una traición.

Kenji Hatanaka

Kenji Hatanaka

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Hatanaka y sus partidarios conocieron la existencia de la grabación y decidieron hacerse con ella en la madrugada del 15 de agosto para imponer un cambio de rumbo al emperador. Los conspiradores contaban con el apoyo de algunos miembros de la Guardia Imperial, por lo que pudieron entrar en palacio.

A partir de ahí, se sucedieron episodios muy confusos. Los conspiradores trataron de lograr el apoyo de otras unidades militares en la capital, pero algunas de ellas fueron hacia el palacio para someter la revuelta. En paralelo, los rebeldes buscaron la grabación. La habían ocultado en una cámara subterránea secreta dos hombres de confianza de Hirohito: el ministro de la Casa Imperial, Sotaro Ishiwata, y el guardián del Sello Privado, Koichi Kido. Los conspiradores no lograron dar con ellos, ya que el palacio es un laberinto de estancias por el que es difícil orientarse si no se conoce bien.

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Al ver que no lograba el apoyo de sus camaradas, Hatanaka desistió en su intento y se pegó un tiro a las 11 de la mañana del 15 de agosto. Una hora después, se emitió el discurso de Hirohito llamando a la rendición.

Su efecto no fue inmediato. En el discurso, repitió la idea que había formulado en la reunión del día 9: “Ahora debemos soportar lo insoportable y tolerar lo intolerable”. Justificó su decisión por el empleo de “una nueva y cruel bomba, causando una destrucción inmensa e indiscriminada”.

Douglas MacCarthur e Hirohito en su primer encuentro oficial tras la rendición de Japón

Douglas MacCarthur e Hirohito en su primer encuentro oficial tras la rendición de Japón

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Las palabras de Hirohito impactaron en los japoneses (para casi todos era la primera vez que escuchaban la voz de su soberano), pero no tuvieron un efecto inmediato y unánime. Existían muchas dudas en Japón y EE. UU. Sobre qué harían las tropas imperiales que aún ocupaban zonas de Asia. Muchas de ellas, especialmente las de Manchuria o las Kuriles, seguían resistiendo ante los soviéticos.

Temiendo una represalia de los aliados por estos contingentes fanatizados, Hirohito hizo un segundo discurso de rendición el 17 de agosto, menos conocido, pero igual de importante y específico para estas tropas. En él, Hirohito no hizo referencia a las bombas atómicas; se centró en la entrada en la guerra de la Unión Soviética y aseguró que alargar el conflicto ponía en peligro “la propia existencia del Imperio”. De nuevo, utilizó la expresión “ahora debemos soportar lo insoportable”.

Esta dualidad en las justificaciones de la rendición ha alimentado el debate historiográfico estos 80 años. La interpretación clásica (abanderada por muchos expertos anglosajones) siempre ha defendido el peso de las bombas nucleares a la hora de empujar a la capitulación. Una interpretación alternativa remarca la importancia de la intervención de Stalin, que consideran igual o más decisiva que los ataques nucleares.

Los partidarios de esta vía esgrimen declaraciones de líderes nipones tras el conflicto, como las palabras del primer ministro Suzuki, quien dijo que la ofensiva de la URSS “hizo imposible la continuación de la guerra”. Esta opción la han defendido historiadores como el americano-japonés Tsuyoshi Hasegawa.

El emperador Hirohito visitando Hiroshima en 1947

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Otros historiadores han añadido otras motivaciones que empujaron a Hirohito a aceptar la rendición. Por ejemplo, el historiador Richard B. Frank, además de señalar los bombardeos (atómicos y convencionales), también remarca la pérdida de fe en una gran batalla final exitosa y el miedo a una revuelta popular por el hambre que vivía el país.

En cualquier caso, el tortuoso camino a la rendición de Japón culminó con la célebre ceremonia a bordo del acorazado USS Missouri en la bahía de Tokio el 2 de septiembre.

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