Sacar al ejército a las calles de las ciudades demócratas y usarlo sin justificación contra sus propios ciudadanos es la última victoria en la acumulación de poder de Donald Trump en siete meses. La impunidad con la que ha ido empujando, decreto a decreto, los límites del ejecutivo ha ampliado la tolerancia de la sociedad estadounidense, y ese quizás sea su mayor éxito.
Los despidos en masa de funcionarios públicos, la eliminación de los organismos de control del gobierno, la deshumanización, intimidación y secuestro de inmigrantes, el ataque frontal contra la independencia de las universidades, las demandas a los medios de comunicación por realizar su trabajo, la persecución de rivales y críticos, el cierre de las fronteras del país, los aranceles masivos a todo el mundo sin consultar al Congreso, la declaración sin motivo de emergencias nacionales, las reformas electorales en su beneficio, el control de las exposiciones en los museos, el abandono de las alianzas con países democráticos y el recibimiento con alfombra roja a dictadores, son algunas de las actitudes que Trump ha normalizado a pasos forzados.
Este mes de agosto, no solo se han multiplicado los soldados de la Guardia Nacional en Washington –ya hay más de 3.000 militares patrullando armados junto a agentes migratorios y la policía metropolitana, que el presidente ha puesto bajo el control federal aludiendo a una supuesta “epidemia del crimen”–, también abundan los carteles con la cara de Trump, que ha colocado el gobierno en los principales edificios federales de la capital emulando la propaganda visual de otros líderes autoritarios, como Xi Jinping, Vladimir Putin o Kim Jong-un, a quienes admira en público con frecuencia por su fortaleza.
En su última reunión de gabinete en la Casa Blanca, después de recibir las alabanzas de cada uno de los miembros de su gobierno, este miércoles Trump dijo que él no es “un dictador”, aunque “algunas personas preferirían tener un dictador” si les asegura que “detendrá el crimen”, y él es “bueno respondiendo al crimen”. Son declaraciones similares a las que hizo el lunes, por primera vez en sus siete meses de mandato, normalizando todavía más la idea de un régimen autoritario en su país. Recuerdan a otro comentario que hizo repetidamente en campaña: que iba a ser “dictador por un día”.
Durante el mismo evento, el presidente ahondó en su deriva punitiva al anunciar que pedirá pena de muerte para cualquier persona acusada de homicidio en Washington, a pesar de que la pena capital se abolió en la ciudad hace más de cuatro décadas. Esta semana también ha firmado otra orden ejecutiva que criminaliza la quema de la bandera americana, cuando esta está protegida por la libertad de expresión, según dictaminó el Tribunal Supremo en 1989. Y firmó otra orden que permitirá el despliegue rápido de la Guardia Nacional para “sofocar” protestas, un movimiento que sus críticos temen que sea usado a gran escala en un futuro.
El presidente ha transformado la imagen de Washington, con 3.000 soldados y carteles con su cara en los edificios federales
También en agosto, mes en el que muchos americanos están de vacaciones, se han intensificado sus despidos improcedentes de disidentes y su persecución judicial contra críticos y adversarios. A pesar de no tener autoridad para ello, tomó la medida inaudita de cesar a una gobernadora de la Reserva Federal, Lisa Cook; despidió a los 30 trabajadores de la agencia federal de emergencias (FEMA) que habían firmado una carta advirtiendo que sus recortes dejaban a la entidad sin capacidad de prevención y respuesta; y su secretario de Salud, Robert Kennedy, destituyó a la directora de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), Susan Monarez, por su oposición a despedir a la cúpula de la agencia y a aplicar sus directrices antivacunas.
La semana pasada, el FBI registró la casa de John Bolton, ex consejero de seguridad nacional durante el primer mandato de Trump y hoy uno de sus mayores críticos. El registro formó parte de una investigación sobre la gestión de información clasificada, que se remonta a finales del 2020. Su caída en desgracia se inscribe en una serie de actos vengativos de Trump: en los últimos meses, su departamento de Justicia también ha lanzado investigaciones penales contra otros críticos, como la fiscal general de Nueva York que lideró su investigación por fraude civil, Letitia James, el senador por California Adam Schiff o el exdirector del FBI James Comey.
A ello se le suma que este viernes Trump retiró las protecciones del Servicio Secreto para la demócrata Kamala Harris, su oponente en las últimas elecciones presidenciales, justo cuando está a punto de recorrer el país para promocionar su nuevo libro, titulado 107 días, sobre la campaña electoral. Justo el día que juró el cargo, Trump también retiró la protección de Bolton, a pesar de las amenazas por parte de Irán, y de otros críticos como Mike Pompeo, quien había sido su secretario de Estado, de su exasesor Brian Hook, y de toda la familia del expresidente Joe Biden.
Mientras persigue a sus enemigos y desprotege a sus familiares, Trump es el presidente en la historia de EE.UU. que más miembros de su familia ha nombrado en puestos de confianza de su gobierno. Y está usando esa poltrona para enriquecerse de forma indiscreta. Por ejemplo, tres días antes de su toma de posesión, lanzó la criptomoneda $Trump, que se revalorizó en su investidura, y al cabo de unos meses invitó a sus mayores inversores a una cena de lujo en su club de golf de Virginia.
Después de hospedar a diplomáticos extranjeros en sus hoteles y reuniones del G7 en su resort de Doral; de vender biblias, zapatillas, gorras y camisetas con su nombre; de las acusaciones de manipulación del mercado financiero en su favor mediante sus vaivenes arancelarios; de aceptar el regalo de la corona qatarí de un avión Boeing 747 valorado en 400 millones de dólares para su uso presidencial y personal; o de realizar un lucrativo viaje de negocios a los países del golfo Pérsico, camuflado de visita de Estado, parece ya normalizado el uso que hace Trump del poder para su enriquecimiento personal.
Pero ninguna de esas actitudes parece tener consecuencias. Cuando los jueces federales han bloqueado algunas de sus medidas ilegales o inconstitucionales, la mayoría conservadora del Tribunal Supremo –con tres magistrados nombrados por Trump– le ha salvado la papeleta al limitar la autoridad de la justicia para frenar a nivel federal sus órdenes ejecutivas.
La democracia es una excepción histórica. Y todos los presidentes en la historia de EE.UU. han presumido de formar parte de esa excepción, pese a que en gran parte de su corta existencia no ha sido una democracia plena. Pero, con sus acciones y declaraciones, Trump está tomando el camino opuesto y siguiendo los pasos de otros autócratas modernos. La democracia puede terminar de la noche a la mañana, mediante un golpe de estado, pero es mucho más habitual en nuestros tiempos el desmantelamiento progresivo de sus pilares, incluso en América, donde se creían indestructibles.