El nuevo Silicon Valley tras Trump

Vanguardia Dossier

Queda lejos el consenso neoliberal que apostaba por la globalización y la innovación con regulaciones laxas que favorecieron el crecimiento monopolístico de las grandes tecnológicas

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Aerial view of Silicon Valley from 30,000 feet.

Getty

Es muy fácil caricaturizar a los oponentes políticos y atribuirles una finalidad común que en realidad no tienen. Quizás eso sea algo más cierto en tiempos turbulentos, cuando son necesarias simplificaciones analíticas para comprender las tendencias de una situación. El mundo se encuentra hoy en un momento de cambio radical. Mientras escribo, Trump ha iniciado un asalto frontal al orden internacional liberal de la posguerra que durante tanto tiempo ha representado el poder exterior de EE.UU. La combinación de una imposición generalizada (aunque temporal y confusa) de aranceles, con represalias por parte de otros países, y de un enfoque beligerante hacia los aliados tradicionales ha trastocado muchas concepciones ortodoxas del poder estadounidense.

En el centro de esa transformación se encuentran los diversos grupos que compiten por influir en el diseño de los parámetros del trumpismo 2.0: ultralibertarios, nacionalistas MAGA, halcones de China, tecnoutópicos, autoritarios absolutos y otros. La lucha interna no solo está alterando el orden internacional, sino que también está contribuyendo a la falta de coherencia estratégica estadounidense y a la naturaleza contraproducente de gran parte de su comportamiento reciente. El Estado no es, como quiere hacernos creer el simplismo del realismo político, un actor unitario y racional. Es, más bien, un campo de batalla en el que diferentes intereses de la élite luchan y se esfuerzan por dar forma al futuro de EE.UU. y del mundo.

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La lucha entre China y EE.UU. tiene en el ámbito tcnológico uno de sus pilares. En la imagen las manos de los presidentes Xi y Trump 

Damir Sagolj / Reuters

Ahora bien, las últimas décadas habían dado una imagen más estable y unitaria del aparato estatal estadounidense. A lo largo de cierto tiempo, se mantuvo un amplio consenso (un orden hegemónico, en términos gramscianos) entre las élites gobernantes de EE.UU. Los dirigentes de las mayores compañías tecnológicas y los políticos neoliberales de los partidos demócrata y republicano compartieron una creencia en las virtudes y beneficios de la globalización y la innovación.

Legislación favorable

En la práctica, eso significó que se dio carta blanca a los gigantes tecnológicos, con regulaciones llamativamente ausentes o curiosamente facilitadoras. Consideremos, por ejemplo, la falta de leyes federales sobre privacidad o la inacción en materia de régimen laboral en la economía colaborativa. O examinemos la sección 230 de la ley de Decencia en las Comunicaciones y sus medios para eximir a las empresas de plataforma de muchas formas tradicionales de responsabilidad reguladora y de rendición de cuentas. Sin embargo, lo más evidente en las últimas décadas ha sido la impotencia de la ley Antimonopolio, lo cual ha fomentado una concentración significativa dentro del sector tecnológico, pero también en toda la economía estadounidense. Todo ese sistema se puso en marcha, a menudo de forma explícita, para apoyar la innovación y dando por supuesta la incompatibilidad de la regulación y la innovación. Y, en el ámbito nacional, el resultado ha sido el crecimiento de compañías con el mayor valor jamás visto.

Esas compañías, a su vez, se han expandido por todo el mundo, impulsadas por los efectos de red, las economías de escala y alcance, así como por la rapidez de crecimiento que permite la computación en la nube. Además, contaron con el respaldo del Estado estadounidense, en tanto que proyección exterior del poder de EE.UU. Ello supuso esfuerzos para redactar regímenes internacionales de propiedad intelectual que las favorecieran; presiones para que la sección 230 se aplique en el extranjero; y el uso de la política geoeconómica para convencer a aliados y rivales de la adopción de regulaciones favorables a las grandes empresas tecnológicas. Por ejemplo, cuando Francia propuso la creación de un impuesto digital, EE.UU. amenazó con adoptar represalias comerciales. Francia renunció rápidamente a la propuesta. Por otra parte, el período de apoyo a la globalización también supuso un impulso para integrar a una China en auge en el orden mundial liberal. Fue el respaldo de las principales empresas transnacionales y de Wall Street lo que abrió inicialmente la puerta entre China y EE.UU.; y, a lo largo de las décadas del 2000 y 2010, fueron a menudo las compañías tecnológicas las que presionaron para lograr una mayor integración. En un esfuerzo por establecer una buena relación con China, el fundador de Meta Mark Zuckerberg, por ejemplo, aprendió chino y empezó a recomendar a sus empleados que leyeran los discursos de Xi Jinping.

En las últimas décadas, con la impotencia de la ley Antimonopolio, se ha fomentado una concentración empresarial muy significativa dentro del sector tecnológico, pero también en toda la economía estadounidense

Ahora bien, esa globalización no solo supuso la libre circulación de bienes y servicios, sino también la libre circulación de datos. Un elemento central del consenso entre la élite tecnológica y la política fue el acuerdo de que la libre circulación de datos servía a los intereses de ambos. Para la élite tecnológica, eso permitía la gestión de los negocios de forma mucho más barata y eficiente, sin tener que preocuparse por la localización de datos, las barreras a los datos o las cuestiones normativas. Para el Estado, significaba un acceso sin precedentes a los flujos de información del mundo. Como dejaron claro las revelaciones de Snowden, el acceso a las infraestructuras digitales que sustentaban el flujo de datos permitió la construcción de un sistema de vigilancia masivo.

Pese a que el período de consenso no estuvo exento de conflictos (las revelaciones de Snowden, por ejemplo, perturbaron significativamente el libre flujo de datos a medida que otros estados presionaron para tener un mayor control sobre los flujos propios), fue un momento en el que las grandes compañías tecnológicas cobraron importancia y crecieron hasta dominar la economía mundial.

Ahora bien, a lo largo de la década del 2010, esa situación empezó a variar.

Punto de inflexión en la relación China-EE.UU.

El cambio más llamativo fue la relación con China. Aunque la integración entre EE.UU. y China había sido impulsada por el capital transnacional, ocurrió que, en el transcurso de la década del 2000, las compañías estadounidenses comenzaron a sentirse decepcionadas acerca de las posibilidades del mercado chino. Como ha sostenido el sociólogo Ho-fung Hung, el capital estadounidense se sintió particularmente frustrado por la falta de acceso total al mercado chino y percibió cada vez más a las compañías de ese país como competidoras a medida que unas y otras ascendían en la cadena de valor y se expandían por el mundo. Lo que antes parecía una oportunidad fácil de obtener beneficios en un mercado enorme se fue convirtiendo en una escalada de competencia capitalista. El resultado, como afirma Hung, es que el capital estadounidense se volvió cada vez más proteccionista frente a China, en lugar de mostrarse integracionista. Eso, a su vez, sirvió para liberar los intereses de seguridad nacional de Washington, que llevaban mucho tiempo advirtiendo de la amenaza de China a la supremacía estadounidense.

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El control sobre TikTok simboliza la nueva atención y estrategia de Washington hacia las empresas chinas 

Dado Ruvic / Reuters

Y así hemos llegado a la guerra comercial entre países que vemos hoy. Lo cierto es que sus raíces se remontan mucho más atrás. Ya antes de Donald Trump, Barack Obama había señalado una nueva relación con China con su política del “giro hacia Asia”, que desplazó las fuerzas militares y la atención de EE.UU. de Oriente Medio al Pacífico. Los primeros movimientos contra el consenso neoliberal también se manifestaron en diversas críticas y movimientos contra la Organización Mundial del Comercio. Todo eso, por supuesto, se vio intensificado por el primer mandato de Trump, quien inició una guerra comercial abierta contra China. Los aranceles fueron entonces la herramienta elegida. El gobierno de Biden, aunque se alejó en muchos aspectos de las políticas de Trump, no solo mantuvo la postura agresiva hacia China, sino que de hecho la intensificó. Una prioridad fundamental del gobierno de Biden pasó a ser obstaculizar el desarrollo tecnológico de su rival geopolítico; sobre todo, en lo relativo a la inteligencia artificial (IA). Los controles de exportación se convirtieron en un arma importante al respecto. Con anterioridad, solo se habían utilizado para bloquear tecnologías militares, pero a partir de entonces se emplearon cada vez más para bloquear tecnologías fundamentales en la economía digital. Un número creciente de compañías chinas pasó a formar parte de la Lista de entidades, perjudiciales para la seguridad de EE.UU., que hizo prácticamente imposible que las empresas estadounidenses trataran con ellas. Además, cada vez fue más intenso el escrutinio de las inversiones, lo cual precipitó una caída masiva de la inversión china en EE.UU. Trump 2.0 está yendo más lejos aun y amenaza con poner fin al comercio entre las dos mayores economías del mundo.

Grandes tecnológicas y el segundo Trump

Las grandes tecnológicas, por su parte, se han unido con retraso al movimiento Trump. Cabe señalar que Elon Musk no forma parte de ese grupo. La inmensa riqueza personal que posee oculta el hecho de que sus negocios no son particularmente rentables y que gran parte de su valor se basa en un océano de expectativas de los inversores y no en dinero constante y sonante. Comparemos los mediocres beneficios y las actuales dificultades de Tesla con las enormes máquinas de producir dinero que son Amazon Web Services, el brazo publicitario de Google o los servicios corporativos de Microsoft. Musk, cuya riqueza se concentra hoy sobre todo en la compañía SpaceX (financiada con dinero público), se encuentra ligado de forma muy estrecha al Estado, y ello lo convierte en muy dependiente de las buenas relaciones con el Gobierno. En cambio, las grandes tecnológicas actuales (Amazon, Apple, Google, Meta, Microsoft y Nvidia) tienen unidades de negocio sumamente rentables y mucha más autonomía con respecto al Estado. Meta ha sido la única que ha hecho propuestas significativas a Trump antes de su victoria electoral; tal vez porque Trump había amenazado a Zuckerberg con la cárcel y tal vez también porque Zuckerberg siempre se ha mostrado obsequioso con el poder (en sus esfuerzos por introducir Facebook en China, Zuckerberg llegó a pedirle a Xi que eligiera el nombre de la hija que en ese momento esperaba. Xi declinó la petición). Solo después de las elecciones, realizaron las grandes tecnológicas donaciones al fondo de la investidura, asistieron después a la ceremonia y se han estado reuniendo con Trump en su palacio imperial, Mar-a-Lago.

La tecnoderecha y las grandes tecnológicas están de acuerdo en la desregulación y la hostilidad hacia el movimiento obrero, pero las segundas se oponen al colapso de las capacidades estatales pro innovación del Dpto. de Eficiencia de Musk

En parte, el acercamiento a Trump tiene que ver con las investigaciones antimonopolio en curso contra Google y Meta, con la esperanza de una posible influencia sobre los procedimientos judiciales dada la conocida propensión de Trump a la política personalizada. El movimiento también tiene que ver con la búsqueda de protección frente a un aumento de la regulación tecnológica en todo el mundo. En este sentido, el papel de la Unión Europea es especialmente significativo, ya que políticas recientes como la ley de Mercados Digitales y la ley de Servicios Digitales imponen nuevas e importantes restricciones a lo que pueden hacer las grandes tecnológicas y amenazan con abultadas multas en caso de infracción. La esperanza de las grandes tecnológicas es que las buenas relaciones con Trump lo convenzan de que ejerza en su favor el poder del Estado. La esperanza es también que, pese a la clara intención de Trump de intensificar y ampliar la guerra comercial, las tecnológicas tal vez puedan conseguir excepciones. Tim Cook, director ejecutivo de Apple, se ganó a Trump durante su primer mandato y consiguió importantes exenciones para Apple en las tácticas de la guerra comercial.

La tecnoderecha y las grandes tecnológicas

Las grandes tecnológicas están en el bando de Trump por necesidad y oportunidad, pero el auge de la geopolítica ha dado protagonismo a un grupo naciente que está mucho más comprometido con Trump y su política: un grupo más o menos laxo que podríamos llamar la nueva derecha tecnológica. Aunque esta nueva tecnoderecha y las grandes tecnológicas comparten una serie de intereses comunes (sobre todo, la desregulación y la hostilidad hacia el movimiento obrero), también difieren en aspectos importantes.

No hay mejor expresión de las tensiones existentes entre la corriente libertaria de la nueva tecnoderecha y las grandes empresas tecnológicas que el colapso de las capacidades estatales que está provocando el Departamento de Eficiencia Gubernamental de Musk, que ha diezmado elementos clave del sistema nacional de innovación estadounidense con ataques a la financiación básica, arremetidas contra las universidades, una politización de la investigación y una virulenta hostilidad hacia los investigadores extranjeros (y los inmigrantes, en general). Bajo Biden, se hicieron esfuerzos poco ortodoxos en materia de política industrial abierta; y así la ley CHIPS destinó decenas de miles de millones de dólares en ayudas al desarrollo del sector de los semiconductores en EE.UU. Eso también está ahora amenazado porque Musk ha socavado los órganos administrativos encargados de distribuir y supervisar los fondos. El futuro de la ley CHIPS sigue siendo incierto. Todas las esperanzas albergadas por las grandes tecnológicas acerca de una política industrial y de innovación favorable se desvanecen.

Auge de la tecnología de defensa

Igual de significativas son las tensiones entre las grandes tecnológicas y el ala de la tecnología de defensa de la nueva tecnoderecha. En esa categoría incluimos empresas relativamente antiguas como Palantir (fundada el 2003) y Anduril, pero también una gran cantidad de startups que han aparecido en los últimos años impulsadas por el auge de la geopolítica, pero sobre todo por la eficacia de la tecnología de defensa barata en la guerra entre Ucrania y Rusia. A su vez, esas compañías han sido apoyadas por una oleada de entusiasmo inversor; y las principales empresas de capital riesgo ven la defensa como un nuevo mercado en crecimiento. En este grupo, las tensiones geopolíticas y la escalada con China son fundamentales para los negocios. Por ejemplo, un portavoz del American Frontier Fund creado por Eric Schmidt y Peter Thiel dedicó en un encuentro parte del tiempo a comentar lo bien que les iría a sus inversores el estallido de un conflicto en China. Su negocio es la guerra y el negocio está en auge. Ahora bien, como resultado de esos intereses, se encuentran en una posición de desacuerdo con las grandes tecnológicas. Mientras que estas últimas han construido sus negocios en un mundo globalizado y han establecido su poder de modo internacional, para la tecnología de defensa el enfoque es de naturaleza tecnonacionalista. Esos sectores de la tecnoderecha buscan el apoyo del Gobierno estadounidense (y de aliados seleccionados), construyen para el Estado estadounidense, se presentan en términos de orgullo nacional y están mucho más interesados en asegurar las cadenas de suministro a escala local que en arbitrar las diferencias salariales a escala mundial.

Para la tecnoderecha, nacionalista y enfocada en defensa, el negocio en auge es la guerra. Las grandes tecnológicas, al contrario, han construido sus negocios en un mundo globalizado y han establecido su poder de modo internacional

Las tensiones entre las grandes tecnológicas y la tecnología de defensa son visibles sobre todo en el enfoque de EE.UU. en relación con el dominio de la inteligencia artificial (IA). Mientras que los halcones chinos del mundo de la defensa han apoyado el aumento de los controles a la exportación y el ejercicio de un mayor control sobre los países susceptibles de acceder a la computación necesaria para construir y operar sistemas de IA, las grandes tecnológicas han criticado abiertamente esos enfoques. El plan de difusión de la IA de Biden (un ambicioso esfuerzo para controlar la computación globalmente) ha sido objeto de virulentos ataques, y Nvidia lo ha tachado de “equivocado”; por su parte, Google y Microsoft han advertido de importantes impactos negativos en sus negocios. La forma en que EE.UU. está intentando dominar la IA se opone a los intereses globalizados y orientados a la exportación de las grandes tecnológicas.

De todos modos, también las grandes tecnológicas se han ido involucrando cada vez más en el ámbito militar. Amazon lleva más de una década proporcionando servicios de computación en la nube; y Microsoft y Google han ganado contratos recientes para servicios similares. Estas dos últimas compañías también han estado implicadas en la guerra genocida de Israel contra Palestina. Por lo tanto, algunas de las tensiones entre las grandes tecnológicas y la tecnología de defensa suponen también potenciales tensiones internas.

Estrategia contradictoria

La interpretación del momento actual no como un sistema unitario, sino como el reflejo de una serie de intereses diferentes y contrapuestos dentro de la clase dirigente estadounidense, nos ayuda a comprender algunos de los absurdos que estamos presenciando. Al mismo tiempo que EE.UU. quiere llevar a cabo un proyecto imperial digital para controlar la IA, la tecnoderecha en ascenso está desmantelando el aparato institucional que lo haría posible. EE.UU. quiere que los controles de exportación funcionen mejor y que se colmen las lagunas jurídicas, pero recorta el presupuesto del organismo encargado de ello. Quiere una estrategia para dominar la innovación en IA, pero destruye los fundamentos de la investigación básica y deporta a académicos extranjeros. Quiere soberanía nacional en chips, pero quita autoridad al personal encargado de su administración. El momento estadounidense actual dista mucho de representar una gran estrategia unificada; en vez de eso, se entiende mucho mejor como un conjunto vagamente unido de intereses incompatibles. No es por ello menos preocupante.

Nadie sabe a qué pueden conducir los intereses en conflicto. Lo cierto es que ya no hay vuelta atrás al período neoliberal de consenso. Y, por ahora, seguimos en un interregno en el cual unos poderosos intereses luchan por hacerse con el control, mientras el resto sufrimos y luchamos por un mundo diferente.

Nick Srnicek es profesor en el King’s College de Londres

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