Regreso al “café y partida”

El incendio del Baix Ebre

Paüls y el resto de pueblos afectados por el incendio del Baix Ebre empiezan a dejar atrás unos días de incertidumbre y algo de miedo, sobre todo de noche, cuando esto parecía una película

INCENDIO TERRES DE L'EBRE

Josep y Julián, de vuelta a casa, tras comprobar, ayer, que el bar de Paüls está cerrado

Carlos Márquez Daniel

Josep Lluís sube por la empinada calle de la Creu camino del bar del pueblo. Pantalón negro, camisa de manga corta, bastón oscuro de madera y zapatillas veraniegas. Impecable. “¿Cuántos años me pone? Ya tengo 97; soy el más viejo de Paüls”, alardea. De un portal cercano, mientras este ilustre vecino explica que siempre ha vivido aquí a excepción de un tiempo que pasó en Francia, sale Julián Lluís (el apellido Lluís es muy común en el lugar, explican), y como cada tarde, también se dirige al bar para su rato sagrado de “café y partida”. Se llevan un disgusto cuando se les informa de que el local está cerrado y que no volverá a abrir hasta el viernes. Se encogen de hombros y explican que juegan al giñote, una mezcla entre el tute y la brisca. Después de dos días de incendio en el Baix Ebre en los que han temido lo peor, retrasar la rutina será un mal menor. La vida vuelve a Paüls tras el susto.

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Hay que fijarse mucho para ver las zonas quemadas frente al pueblo. La llamas se originaron en el término municipal, tras una cresta de escasa altura, pero el viento se llevó el drama hacia el este; lejos. El epicentro es un lugar sin cultivo y de fácil acceso, pero por ahora no se tiene indicio alguno sobre la chispa que dio pie a la quema de más de 3.000 hectáreas. Lo que parece descartado es el fenómeno natural, pues no consta que hubiera tormenta eléctrica. Josep y Julián no tienen la menor idea de qué pudo pasar, pero difícilmente olvidarán la noche del lunes, con todo el monte de color rojo. “Era como la película A pocalypse now en ese momento en el que los aviones lanzan napalm”, describe el más joven. “Hemos estado un poco amargados, pero bueno, creo que saldremos de esta”, añade Josep.

Hace años, sacar animales para limpiar el bosque era tan habitual como sacar las sillas para charlar

Preguntados por el confinamiento, dicen haberse portado bien. “Hombre, hay que creer..., imagina que cojo el coche –argumenta Julián– y me voy al huerto. Hay que tener un poco de cabeza”. Pili y Pere trabajan en el Ayuntamiento y confirman que el pueblo se ha portado de maravilla. Y ahí incluyen a los extranjeros que viven en Paüls. Sucede que en las afueras hay masías rehabilitadas en las que se han instalado forasteros. Los contactaron por teléfono y habilitaron el albergue del pueblo para que pudieran dormir, pero fueron a casas de amigos. Jacob Cordover, australiano que vive con su familia en el casco urbano, ha acogido en su casa a 12 personas de nueve nacionalidades distintas. Un peculiar crisol de civilizaciones. “Todos, los de fuera y los de aquí, han cumplido”, comparte Pili desde el mirador de la iglesia de Santa Maria, el punto más alto.

Casi no han dormido en dos días, sobre todo la primera noche, la del lunes, cuando sentían el fuego en el portal de casa aunque estuviera a varios kilómetros. “Fue muy complicad para las personas mayores”, indica Pere. Todos aguantaron en casa, con puertas y ventanas cerradas, pero con la persiana subida, para no olvidar el poder de un fuego del que en esta ocasión se han salvado. Se queja Julián de que se ha ahogado a los agricultores y de que los bosques están fatal. Y Josep se acuerda de su infancia, cuando sacar a los animales a pasturar era algo tan común como la partida de cartas, el café de la tarde o sacar un par de sillas a la calle para arreglar el mundo. Siempre y cuando la pendiente lo permita, porque menudo es Paüls con las cuestas. Al término de la conversación, ambos se retiran cabizbajos a sus domicilios. No sin antes citarse para unas cartas el viernes. Suelen jugarse un café o un quinto. “Y cuidado con Josep, no te puedes despistar, te la mete por todas partes”.

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