Un niño que no se siente escuchado puede acabar buscando respuestas en el lugar menos adecuado. Y no, no se trata de teorías complicadas ni de manuales interminables de crianza. Es tan simple como que un niño que no tiene a quién contarle que en el recreo le han dado una patada, cuando crezca no sabrá cómo decir que le duele otra cosa, más profunda.
Todo empieza ahí. En saber que alguien va a prestarle atención sin soltarle una lista de deberes o consejos inútiles. Si ese canal no se abre a tiempo, más adelante no hay psicólogo que lo arregle sin invertir muchas horas.
Ayuda real
Escuchar no es aconsejar, es estar disponible
Marian Rojas, psiquiatra y autora de varios libros sobre salud mental, lo explica claramente al hablar sobre cómo ayudar a un niño a crecer con fuerza frente a las dificultades: el apego seguro es el punto de partida.
No hace falta que el hogar sea perfecto, basta con que el niño se sienta querido de forma estable, que sepa que hay alguien disponible para él. Ese vínculo es el que permite que, incluso ante experiencias difíciles, la persona pueda recomponerse. Según Rojas, lo verdaderamente importante es que desde pequeño se establezca un entorno donde la comunicación fluya.
A lo largo de su experiencia clínica, ha visto cómo las heridas más profundas tenían un mismo origen: el silencio. No tanto el que rodea al niño, sino el que se instala entre él y quienes debían protegerlo. Rojas lo resume con una observación directa: “Los grandes traumas de la infancia que yo he visto en mi vida, los peores traumas tenían que ver con que el canal de comunicación con las figuras de apego, con los cuidadores, se había destruido”.
La buena noticia, dice, es que el cerebro tiene una capacidad enorme para reponerse incluso tras experiencias dolorosas. Pero para que ese proceso se active, la base emocional tiene que estar construida desde la infancia. Por eso insiste en algo que, aunque suene obvio, no siempre se practica: “Tip fácil para padres, escuchar a los hijos”.
No se trata de resolverles la vida ni de darles soluciones brillantes. Es más simple: que sepan que pueden hablar. Que si algo les duele, podrán decirlo sin miedo. Y que alguien va a estar ahí, no para juzgar, sino para escuchar.