Con la llegada del verano y las vacaciones escolares, muchos padres se enfrentan a las rabietas infantiles. Los límites, la ausencia de recompensas inmediatas o simplemente un “no” pueden desatar berrinches difíciles de gestionar, especialmente cuando uno de los adultos trabaja desde casa. Ante los gritos y las pataletas, la respuesta más común suele ser ceder: dar al niño lo que pide o intentar calmarlo a toda costa. Una solución aparentemente eficaz que a corto plazo devuelve la paz al hogar, pero que con el tiempo puede convertirse en un problema mayor.
Isabel Rojas Estapé, psicóloga y periodista, lanza una advertencia clara sobre las consecuencias de evitar que nuestros hijos enfrenten la frustración. Según explica, cuando los adultos evitamos constantemente que los niños experimenten rabietas o no les enseñamos a gestionarlas adecuadamente, les estamos privando de una habilidad esencial para su vida adulta: la tolerancia a la frustración.

Con la llegada del verano y las vacaciones escolares, muchos padres se enfrentan a las rabietas infantiles
La frustración forma parte inevitable de la vida. Aprender a convivir con ella, a entenderla y a superarla, es fundamental para el desarrollo emocional de cualquier persona. Si esto no se cultiva desde la infancia, los efectos pueden ser serios, señala la psicóloga: “En esa incapacidad para tolerar la frustración, les cuesta mucho aceptar los microdolores: esas pequeñas cosas negativas que van ocurriendo en el día a día. ¿Y qué sucede entonces? Que, al final, el cuerpo está constantemente evitando ese dolor y buscando placer”, señala.
Desde hace unos años ha aparecido en la figura de lo que se llama el hijo tirano. Manda en casa y hace que todo gire en torno a él, pero ojo, es educable
Según la psicóloga, una baja tolerancia a estos contratiempos o límites naturales puede desembocar en una necesidad constante de evitar el malestar y buscar únicamente placer. Esta dinámica, en palabras de Rojas Estapé, genera un desequilibrio emocional que puede derivar en un vacío existencial, especialmente en la adolescencia.

La raíz del problema no está tanto en el carácter del niño, sino en cómo los adultos le han enseñado o no a gestionar ese malestar desde edades tempranas
Ese vacío, según explica, se manifiesta en adolescentes a los que “nada les llena, nada les gusta”. Es aquí donde pueden surgir conductas autolesivas, impulsadas por la incapacidad de manejar el dolor emocional. Por tanto, afirma que la raíz del problema no está tanto en el carácter del niño, sino en cómo los adultos le han enseñado o no a gestionar ese malestar desde edades tempranas: “No existen niños que desde muy pequeños tengan muchísimas rabietas de forma natural. Lo que sí hay son niños más activos, impulsivos o con un temperamento más primario. Sin embargo, la forma en que los adultos gestionan esas reacciones desde el inicio es lo que determina si esas rabietas se mantienen o se moderan con el tiempo”, explica la psicóloga.
No existen niños que desde muy pequeños tengan “muchísimas rabietas” de forma natural
La clave está en la constancia: enseñar desde muy pequeños a esperar, a aceptar un “no”, a expresar su malestar sin agresividad, y a entender que no siempre pueden obtener lo que desean.
Rojas Estapé también llama la atención sobre una figura cada vez más común: la del “hijo tirano”. Se trata de niños que, en ausencia de límites claros y rodeados de una red de adultos complacientes, padres y abuelos, aprenden a manipular su entorno y a imponer su voluntad. En estos casos, la familia entera gira en torno a sus deseos, lo que refuerza comportamientos autoritarios y egocéntricos que, con el tiempo, se vuelven muy difíciles de corregir.
Ante esta realidad, el mensaje de Isabel Rojas Estapé es claro: educar no es evitar el sufrimiento, sino acompañarlo. Es enseñar a nuestros hijos que sentir rabia, tristeza o frustración es parte del proceso humano, y que aprender a gestionar esas emociones es lo que les permitirá crecer con equilibrio y autonomía. Solo así lograremos criar adultos resilientes, capaces de enfrentarse al mundo real con fortaleza interior.