Los adultos lo hacemos casi sin pensar: decimos “no” decenas de veces al día, muchas veces por puro automatismo. Pero ¿y si ese exceso de prohibiciones estuviese impidiendo que nuestros hijos escuchen cuando realmente importa? Así lo plantea la especialista en infancia Laura Martín en uno de los últimos vídeos publicados en el Instagram de Nenene, su tienda de crianza respetuosa (@nenenetfe), donde propone un cambio de enfoque sencillo pero poderoso: aprender a jerarquizar los ‘noes’.
Reformular no es ceder
¿Demasiados 'noes'? Puede que ya no escuchen
“El ‘no’ pierde eficacia cuando lo usamos sin medida. No es lo mismo saltar en el sofá que cruzar una carretera”, afirma Martín. Por eso, su propuesta no es evitar los límites, sino reservarlos para momentos clave, reforzando así su valor real. Según explica, un niño que está acostumbrado a escuchar esa palabra por todo –por no recoger, por pedir un juguete, por saltar en casa– puede acabar desconectándose. Y entonces, cuando de verdad está en juego su seguridad, ya no nos escucha.
La clave, dice la experta, está en aprender a negar con inteligencia. No se trata de decir que sí a todo, sino de ofrecer alternativas que transmitan seguridad y respeto sin caer en la rigidez.
Si un niño se encapricha con un muñeco en una tienda, en lugar de responder “no, hoy no vamos a comprar nada” (o incluso justificarlo con “porque te portaste mal”), Martín sugiere respuestas como:
- “¿Qué te parece si le sacamos una foto y lo pedimos para tu cumple?”
- “Creo que tienes uno parecido en casa, cuando lleguemos lo buscamos.”
- “Hoy no compramos, pero si quieres puedes preguntarle a la dependienta si puedes verlo de cerca.”
Así, el “no” no desaparece, pero se convierte en una oportunidad de acompañar y enseñar.
Del sofá al parque: el límite con contexto
Explicar en lugar de imponer ayuda al niño a entender el porqué de las normas sin apagar su necesidad de moverse, explorar o jugar
Otro ejemplo habitual: el niño salta en el sofá. ¿Prohibición inmediata? “Si no hay peligro real, no hace falta reaccionar con un ‘¡NO!’ rotundo”, explica Martín. En su lugar, recomienda una intervención tranquila:
- “En el sillón no se salta. ¿Verdad que los mayores no lo hacemos?”
- “Veo que tienes ganas de moverte, pero en el sillón podrías hacerte daño. Si quieres saltar, vamos a bailar en el suelo.”
Estas frases, explica, no suavizan el límite, pero sí lo contextualizan. Dejan claro lo que se espera del niño sin humillar ni bloquear su impulso natural de juego.
No es lo mismo saltar en el sofá que cruzar una carretera: si lo negamos todo por igual, todo deja de tener sentido”
Martín también anima a reflexionar sobre cuáles son los límites que verdaderamente merecen la pena. Si el niño quiere salir con una falda de bailarina, o beber zumo sin cañita, o pedir un libro nuevo para colorear cuando los suyos están gastados… ¿qué hay de malo en ceder?
A veces, asegura, conviene preguntarse si esa norma que aplicamos responde realmente a una necesidad, o solo a una costumbre adulta.
El sentido del humor es otra herramienta clave. Martín comparte una escena vivida con su hijo de tres años: mientras tomaban un café, el niño “robó” tres de sus galletas. Cuando fue a por la cuarta, ella exageró la situación en tono cómico: “¿No serás un experto en robar galletitas sin que nadie se entere?”. En lugar de regañarle, jugó con la escena para marcar un límite sin drama.
Este tipo de intervención, destaca, no sirve para todo, pero puede ser muy útil cuando lo que está en juego no es importante.
El “no” que sí vale la pena
No se trata de eliminar el “no”, sino de reservarlo para momentos clave
Eso sí, hay momentos en los que el “no” debe sonar claro, rotundo e innegociable. Especialmente cuando el niño pone en riesgo su seguridad o la de otros. “En esos casos, la prioridad es detener el daño. Ya habrá tiempo de explicar”, afirma. Lo importante es que ese “no”, cuando llegue, tenga fuerza y sentido, y no sea uno más entre una larga lista de advertencias vacías.
Laura Martín propone que, en lugar de responder con un “no” automático, reformulemos la negativa para que nuestros hijos comprendan los motivos, se sientan escuchados y puedan colaborar activamente en la decisión. Así, el “no” no desaparece, pero recupera su fuerza y sentido real, reservado para cuando de verdad importa.