Xavier Fábregas, médico: “El síndrome postvacacional no es una enfermedad, exagerarlo genera ambientes tóxicos y saber manejar las emociones evita un problema mayor”
FIN DEL VERANO
Según Xavier Fábregas, médico especializado en adicciones y salud mental, no se trata de un problema clínico grave, sino de una dificultad de adaptación a los cambios
Xavier Fábregas, experto en adicciones
Volver a la rutina después de las vacaciones puede ser más difícil de lo que pensamos. Ese malestar pasajero que algunas personas sienten al reincorporarse a sus actividades habituales, ya sea trabajo, estudios o responsabilidades familiares, es algo que muchos experimentamos, aunque no siempre se reconoce. Según Xavier Fábregas, médico especializado en adicciones y salud mental, no se trata de un problema clínico grave, sino de una dificultad de adaptación a los cambios, que se manifiesta a través de irritabilidad, cansancio, cierta apatía o incluso nostalgia por el tiempo libre perdido.
¿Cómo definiría el síndrome postvacacional desde un punto de vista clínico?
Es un término acuñado hace pocos años para describir el malestar que algunas personas, pero no todas, experimentan al reincorporarse a sus actividades habituales después de las vacaciones. Se trata de un problema de adaptación que ocurre tras un período sin las rutinas habituales y al retomar las obligaciones diarias. Los síntomas suelen incluir irritabilidad, dificultades para dormir, apatía y cierto nerviosismo. No obstante, esto no constituye un cuadro clínico grave, sino más bien una situación temporal a la que, quizás, le damos demasiada importancia, ya que antes este fenómeno no era tan reconocido.
Cuando éramos pequeños, pasábamos alrededor de tres meses de vacaciones, normalmente en un pueblo aburrido, sin saber muy bien qué hacer, porque las actividades no eran como las de hoy, donde nos preocupamos de que todos tengan el tiempo completamente organizado para hacer miles de cosas. Al volver a la escuela, incluso nos sentaba bien, porque rompíamos un poco con la monotonía del verano. ¿Qué ocurre hoy en día? Que, salvo para los niños, los periodos de vacaciones son cada vez más cortos para los adultos.
Vuelta trabajo
Y con expectativas más altas...
Sí. A veces pasamos todo el año esperando esos 15 días o ese mes de vacaciones, en el mejor de los casos, para hacer un viaje increíble o una actividad que no podemos permitirnos el resto del año. Y muchas veces, la realidad no es tan fantástica como la imaginábamos. Un ejemplo típico son esas fotos en internet de playas vacías y paradisíacas, y cuando llegamos allí, están llenas de gente y hasta algún animal paseándose por todas partes. Lo mismo pasa con Venecia: las fotos muestran lugares idílicos, pero al llegar hay que esquivar multitudes, basura y turistas subiendo y bajando por todas partes.
Hemos construido un mundo idealizado a la medida de las fantasías que vemos en las redes sociales, que muchas veces no coinciden con la realidad. Además, como sociedad, hemos perdido bastante capacidad de frustración: nos hacemos historias sobre cómo serán las cosas y queremos que sucedan de inmediato. Por eso cada vez tenemos menos paciencia para dejar que las cosas fluyan y que nos vayamos adaptando.
Y, además, muchas veces comparamos nuestra realidad con una inventada, llena de filtros, donde todo es maravilloso, y nos encontramos después con que las cosas no son así. Por eso a veces las vacaciones son frustrantes, porque no eran lo que esperabas, y volver a trabajar nos parece una mala jugada.
¿Qué síntomas emocionales y físicos suelen manifestarse con mayor frecuencia al volver al trabajo tras las vacaciones?
Normalmente se manifiesta como irritabilidad, facilidad para alterarse e incluso cierta tristeza. Esto ocurre sobre todo porque tenemos la sensación de haber perdido una oportunidad: pensamos, “¡vaya, hasta dentro de muchos meses no volveré a tener vacaciones!” Uno mira el calendario contando los días que faltan para el próximo puente o para las Navidades, que sería la siguiente oportunidad. Así, aparece una sensación de desilusión que, en realidad, no debería considerarse una patología.
Volver a la escuela nos sentaba bien, rompíamos un poco con la monotonía del verano. ¿Qué ocurre hoy en día? Que, salvo para los niños, los periodos de vacaciones son cada vez más cortos para los adultos
Esos síntomas suelen ser un tanto dispersos, tanto que no podríamos encasillarlos en ninguna categoría diagnóstica. Por ejemplo, dificultades para dormir o estar fácilmente irritable, que dependen mucho de cada persona y de cómo se manifiesten. Además, están muy ligados a la forma en que expresamos nuestras emociones. Hoy en día, estamos muy acostumbrados a dos extremos: o disimulamos lo que sentimos, construyendo un personaje para mostrar al mundo una versión idealizada de nuestra realidad, o dejamos fluir nuestras emociones sin control, sin planear cómo gestionarlas adecuadamente para convivir con los demás.
Como resultado, permitimos que estas situaciones se desborden. No se trata de un verdadero malestar, sino más bien de quejas relacionadas con una gestión emocional inadecuada. Por exceso o por defecto, estas emociones no siempre nos ayudan a convivir mejor, a funcionar de manera más armoniosa o a relativizar lo que nos ocurre.
¿Qué factores personales o laborales pueden agravar este síndrome? ¿Por ejemplo, volver a un entorno tóxico o tener cargas familiares importantes?
Ese fatalismo, ese decir: bueno, nos toca esto y hay que adaptarse, sería una buena receta para manejar esa situación Pero es más fácil quejarse, es más fácil sacarlo hacia afuera en forma de esa manera de expresar que estamos a disgusto. Imaginaros si todo el mundo se queja al mismo tiempo. O sea, sí que hacemos un ambiente muy tóxico. Sería más interesante plantear que a veces el soltar todas esas cuestiones no favorecen al bienestar general ni al particular. Otro factor es no haber cumplido las expectativas sobre las vacaciones soñadas: no disponer de dinero suficiente, haberse gastado más de lo previsto o simplemente sentir que necesitamos ajustar el cinturón. Todo esto contribuye a ese malestar, que en realidad refleja una dificultad de adaptación, una cierta rigidez para aceptar los cambios. Esa capacidad de adaptarse a situaciones cambiantes y asumir lo que toca es, en gran medida, lo que define la inteligencia emocional.
El fatalismo del “bueno, esto nos toca y hay que adaptarse” sería una buena receta para manejar la situación. Pero, por comodidad o hábito, solemos quejarnos y expresar nuestro disgusto hacia afuera. Imaginemos si todos se quejan al mismo tiempo: se genera un ambiente muy tóxico. Sería más interesante reconocer que soltar todas esas quejas no siempre favorece ni al bienestar personal ni al colectivo.
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¿Existen diferencias generacionales en cómo se vive este malestar? ¿Sufren más los jóvenes, los trabajadores con hijos, los autónomos...?
Probablemente, las personas que tenían mayores expectativas durante las vacaciones son las que más lo sufren. Hoy en día, los jóvenes quizás estén más expuestos a esta situación debido a las redes sociales, que generan comparaciones constantes sobre lo que han hecho o dejado de hacer, lo que se convierte en un factor de estrés. Además, al haber disfrutado de más días de vacaciones, la vuelta a la rutina puede resultar más difícil que para quienes han tenido menos tiempo para desconectar.
No hay un sesgo significativo por género o clase social. Más bien, el factor determinante es la capacidad de gestionar las emociones. Quienes no lo hacen bien tienden a expresarlas de forma exagerada o histriónica, y eso es justamente lo que caracteriza a este síndrome: la queja constante.
¿Cuándo debería una persona pedir ayuda profesional? ¿Hay señales de alerta que no deberíamos ignorar?
Como en muchos aspectos de la medicina, a veces un síntoma puede ser señal de algo más serio que estaba oculto. Si la intensidad de lo que sentimos es muy diferente de lo que sienten quienes nos rodean, puede ser momento de buscar ayuda profesional. Sin embargo, también existe el riesgo de psiquiatrizar o medicalizar cosas que son completamente normales. Hoy en día, tendemos a buscar síndromes “debajo de las piedras”.
Normalmente se manifiesta como irritabilidad, facilidad para alterarse e incluso cierta tristeza
Darle nombre a todo nos da cierta sensación de control, pero la vida no es completamente controlable: siempre habrá situaciones cambiantes, y lo importante es nuestra capacidad de adaptarnos a esos cambios, que es justamente lo que define la inteligencia emocional. Por lo tanto, solo en los casos en que haya un nivel de tristeza que pueda indicar el inicio de un síndrome depresivo, o cuando el comportamiento de alguien cambie de manera marcada y preocupante tanto para sí mismo como para su entorno, es realmente necesario buscar ayuda profesional.
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¿Qué recomendaciones daría para hacer un “aterrizaje suave” tras las vacaciones, tanto a nivel personal como desde las empresas?
Lo primero es tenerlo previsto: saber que después de unos días de descanso habrá que volver a las obligaciones. Es importante aceptar que, a menos que nos toque la lotería, ciertas cosas no van a cambiar de inmediato. También conviene respetar el entorno y evitar que nuestra queja o desilusión se transmita a los demás, con esa necesidad de protagonismo que a veces acompaña a la frustración. Debemos recordar que volver es parte del proceso y que, en realidad, no hay nada grave: simplemente regresamos a una rutina conocida, con horarios y obligaciones a los que nos adaptamos fácilmente porque no hay más remedio. Prepararse emocionalmente para esta transición ayuda a que no se convierta en un drama. La clave es no hacer una ópera de algo que, en realidad, no es más que el final de unas vacaciones y el regreso a la normalidad.