Cometer errores es una parte esencial para el crecimiento humano. Reconocerlos, nos hace además madurar y nos impulsa a impulsar cambios en nuestra actitud que nos hacen ser mejores personas y fortalecer los vínculos con los demás. Pero hay quienes siempre se sienten atacados y que tienen la culpa de todo lo que pasa, tanto a ellos mismos, como a las personas que les rodean. Si la otra persona se muestra antipática, interpretan que es consecuencia de algo que han hecho. Si está triste, piensan que fue por alguna palabra que dijeron y que la hizo sentir así. Y si aparece más seria de lo normal, lo atribuyen a un comentario o acción suya a lo largo del día que pudo provocar ese estado.
Según la psicóloga Marta Barranco, esto sucede en gran parte porque se trata de personas que han crecido en un ambiente familiar donde han aprendido a hacer sentir bien a los demás sin tener en cuenta cómo se sentían ellos mismos. “Si su madre estaba triste, era porque ellas habían hecho algo; si estaba enfadada, era porque no se habían portado bien. Así aprendieron que el estado emocional de los demás dependía de lo que ellas hacían, y que, por lo tanto, era su responsabilidad hacer que los demás se sintieran bien”, advierte Barranco.

Liberarse de esa culpa no es sencillo, pero es posible dar pasos firmes hacia una vida más emocionalmente equilibrada
Este tipo de personas, de niños e incluso de adultos, han escuchado de forma recurrente frases como: “Tengo mucha ansiedad porque mira lo que has hecho” o “Siento mucha ansiedad porque mira la situación que has generado”. Un tipo de reproches que, con el tiempo, los han transformado en adultos que están continuamente pendientes de cómo están los demás: qué han hecho, qué no, cómo pueden arreglarlo y cómo pueden lograr que el otro se sienta mejor.
Un día aprendieron que tenían que hacer sentir bien a los demás, aunque el precio fuera sentirse mal ellos mismos
El problema principal de este tipo de personalidad es que la atención está constantemente dirigida hacia los demás y rara vez hacia sí mismos. No se detienen a pensar cómo se sienten, qué necesitan o cuáles son sus propios límites. Viven tan volcados en cuidar, agradar y sostener a quienes los rodean que, cuando intentan priorizarse o simplemente se toman un respiro, aparece la culpa. Una culpa intensa, como si no estuvieran cumpliendo con su “obligación” de velar por el bienestar ajeno.
Liberarse de esa culpa no es sencillo, pero es posible dar pasos firmes hacia una vida más emocionalmente equilibrada. El primer paso consiste en reconocer que cada persona es responsable de sus propias emociones: no podemos controlar cómo se siente el otro ni cargar con ese peso como si fuera nuestro. A partir de ahí, resulta fundamental aprender a poner límites sanos, entendiendo que decir “no” no nos convierte en egoístas, sino en personas que se respetan a sí mismas.
También es clave practicar la autoescucha, detenerse a preguntar: ¿cómo me siento yo?, ¿qué necesito en este momento?. Este ejercicio ayuda a reconectar con las propias necesidades y a priorizarlas. Y, cuando la culpa se vuelve constante y paralizante, buscar apoyo terapéutico puede marcar la diferencia: contar con un profesional facilita identificar los patrones de fondo y aprender a construir relaciones más sanas, donde cuidarse a uno mismo no esté reñido con cuidar a los demás.