La voz de un niño puede ser la melodía más dulce del mundo o, en determinados momentos, el sonido más estridente que uno desearía poder silenciar para siempre. Su timbre, naturalmente agudo por el tamaño de sus cuerdas vocales y de su laringe, hace que cualquier palabra resuene con una intensidad especial. Por eso, pocas cosas resultan tan desconcertantes como escucharlos hablar a gritos sin motivo aparente, sobre todo cuando lo único que se busca es un poco de silencio y tranquilidad.
Aunque con el paso del tiempo la voz infantil tiende a volverse más suave y controlada, existe una etapa —entre los tres y los siete años— en la que muchos niños hablan más alto de lo habitual. Este comportamiento, que puede sacar de quicio a los padres o a cualquiera que esté cerca, no responde ni a una falta de educación ni a un acto de rebeldía. Así lo explica el psicólogo Javier de Haro, quien en uno de sus últimos vídeos en redes sociales ha detallado los motivos que se esconden detrás de este hábito tan común.
Madre jugando con su hijo en un autobús
El primer motivo, señala De Haro, tiene que ver con el desarrollo natural del niño: a los pequeños les cuesta calibrar la intensidad de su voz. Su capacidad de autorregulación aún está en construcción, y el control del volumen requiere tiempo, práctica y madurez cerebral. “Su cerebro todavía está aprendiendo a medir la fuerza con la que se expresan y, en muchas ocasiones, simplemente no se dan cuenta de que están gritando”, explica el especialista.
Su cerebro todavía está aprendiendo a medir la fuerza con la que se expresan y, en muchas ocasiones, simplemente no se dan cuenta de que están gritando
El segundo motivo tiene una base neurológica y está relacionado con el llamado efecto Lombard. Se trata de un reflejo automático del cerebro que nos lleva a elevar la voz cuando hay ruido alrededor, incluso sin ser conscientes de ello. Si un niño pasa mucho tiempo en entornos ruidosos —como el colegio, el parque o una casa con pantallas y música de fondo—, su cerebro puede acostumbrarse a mantener un “volumen base” más alto, aunque el ambiente esté en silencio.
El tercer motivo es el más sencillo: imitan lo que ven y oyen. Los niños aprenden por observación, y si los adultos tienden a hablar fuerte, ellos reproducen ese modelo. “Vamos, que si nosotros hablamos alto, ellos también”, resume el psicólogo.
Por último, el cuarto motivo tiene que ver con la comodidad y la búsqueda de atención. Algunos niños descubren que, al hablar fuerte, no necesitan desplazarse para hacerse oír y, además, se aseguran de captar la atención de los adultos. Por eso, no es raro escucharlos gritar desde su habitación para evitar moverse hasta donde está su madre, su padre o su cuidador.
Comprender estas causas, apunta De Haro, ayuda a los padres a mantener la calma y a no interpretar este comportamiento como una falta de respeto. “No se trata de regañar, sino de acompañar y enseñar a regular el tono de voz”, afirma. Así que la próxima vez que tu hijo hable más alto de lo normal, recuerda: no es rebeldía, es desarrollo. Con paciencia, ejemplo y un poco de juego, el volumen acabará por ajustarse solo.


