Es un mediodía templado en los Cotswolds. Las campanas de la iglesia de San Miguel y Todos los Ángeles repican discretas, como si también respetaran el pacto de silencio sellado por los novios. En la entrada, sin cámaras al acecho, Eve Jobs desciende de un coche enfundada en un exquisito vestido firmado por Givenchy. Sin ostentación ni titulares gritados. Solo la belleza serena y contenida de su gran día. Lo que algunos medios acuñaron la máxima expresión del “lujo silencioso”, y para otros fue de la mano con conclusiones de lo más reveladoras. Véase que Eve no ha heredado ni el gen de la estridencia ni el del conformismo.
Ese día, el 26 de julio de 2025, la hija menor de Steve Jobs se casaba con Harry Charles, jinete olímpico británico, en una ceremonia que escapaba los clichés de cualquier cosa entendida como la “boda del año” de un personaje público. Nadie entró con móviles. Nadie publicó en directo. Solo después, cuando los recién casados compartieron una imagen en sus perfiles de Instagram, el mundo se enteraría. El vivo ejemplo de que no hay marca más evidente de poder que el control absoluto del relato.
“A Steve no le interesaba eso”
Una heredera sin herencia
Eve nació en Palo Alto en 1998, pero ha crecido entre el ruido de un apellido que, inexorablemente, trasciende la tecnología y el silencio de una madre que ha hecho del bajo perfil una forma de vida. Laurene Powell Jobs, su progenitora y viuda del cofundador de Apple, no solo heredó una de las mayores fortunas del mundo. También la voluntad explícita de que sus hijos no la heredaran. “Si vivo lo suficiente, todo terminará conmigo. No quedará ni un dólar”, llegó a asegurar en una entrevista al New York Times, citando a su difunto marido.
Steve Jobs –el icono, el visionario, el gurú– tenía claro que una fortuna transmitida puede ser una trampa. Sin embargo, Eve ha sabido moverse como pez en el agua en ese territorio ambiguo entre la herencia material denegada y el privilegio de origen. Ha tenido acceso a lo mejor: formación en Historia y Política en Stanford, un rancho en Florida para entrenar equitación de élite, contratos con marcas como Louis Vuitton o Glossier y amistades tejidas en la zona más exclusiva del mundo ecuestre. Pero también ha tenido que construir un nombre propio en un entorno donde el suyo lo decía –casi– todo por ella.
No estoy interesada en acumular riqueza heredada, y mis hijos lo saben. A Steve no le interesaba eso. Si vivo lo suficiente, todo terminará conmigo. No quedará ni un dólar
En 2019, a los 21 años, ganó una medalla de bronce en salto por equipos en los Juegos Panamericanos de Lima. En aquel mismo año, la revista Horse Sport la situó en el top 5 de jinetes menores de 25 años del mundo. La historia de cómo la equitación, que en muchos se limita al hobby glamuroso, en ella se erigió pronto en disciplina… Y vocación. Que siempre aprovechó las oportunidades, señalan quienes han seguido de cerca su trayectoria.
Entre tanto, la relación con su padre, aunque breve en tiempo –él murió cuando ella tenía 13 años–, parece haber dejado una indudable y profunda marca emocional. Walter Isaacson, su biógrafo oficial en el libro Steve Jobs, describió a Eve como la más “vivaz y decidida” de los hijos de Jobs. Tanto que insinuaba que la joven podría acabar dirigiendo Apple e incluso un país. Caminos que su madre zanjó con esa elegancia tan filantrópica, pero no sin evitar un magnetismo público que lleva años encendiendo la imaginación mediática.
Eve y Harry, el día de su boda.
Todo medido
Silencio como estrategia, estilo como declaración
Porque Eve brilla. Lo hace desde ese equilibrio extraño entre la exposición y la reserva. Entre la imagen y el secreto. También es modelo de profesión, sí, pero sin histrionismos. Influencer con más de medio millón de seguidores, pero con cuenta austera y no especialmente activa. Compite, entrena, estudia y baila. Y en sus redes no hay discursos ni polémicas. El protagonismo se lo llevan los caballos, los atardeceres, alguna que otra despedida de soltera en la costa italiana y un cierto aire de que todo está –aparentemente– bajo control.
Por eso la escena de su boda, planificada “con precisión militar”, como confesó un invitado a HELLO!, adquirió valor de símbolo. A fin de cuentas, no fue una explosión de espectáculo. Más bien una afirmación de estilo. Se cerraron entradas, se prohibieron móviles, se blindaron miradas. Solo los nombres filtrados del listado de invitados dejaron entrever la escala del evento: Kamala Harris, Jennifer Gates, Jessica Springsteen, la hija de Roman Abramovich, Kourtney Kardashian. También Elton John, que actuó en el hotel Estelle Manor durante los días de celebración, según se supo después.
Se está planeando con precisión militar. Nunca he visto nada igual
Se calcula que el evento costó más de seis millones de dólares. Y, sin embargo, la sensación es otra bien distinta al derroche insustancial. Más que exceso, exclusividad. Más que lujo, dirección artística. Ese control estético y emocional sobre su propia vida parece ser uno de los talentos más notorios de Eve. Lo aprendió en casa. Powell ha hecho de la discreción una estrategia de poder que no da cabida a entrevistas casuales ni poses de vulnerabilidad. Y su hija ha replicado, a su manera, ese código.
Cabe destacar que el verdadero conflicto del personaje, el que hace de Eve Jobs una figura interesante y no solo decorativa, no está en la herencia económica que no recibirá, sino en la carga simbólica que sí lleva. Ser la hija de Steve Jobs es un título que impone y limita. Supone ser parte de una dinastía tecnológica sin tener necesariamente la vocación de la tecnología. Ser la encarnación de un apellido que transformó el mundo digital, sin haber lanzado ni una app ni un keynote. Da igual. Su mérito es no intentar replicarlo. Su coraje, hacer otra cosa.
A los 21 años, Eve ganó una medalla de bronce en salto por equipos en los Juegos Panamericanos de Lima.
No hay evidencia de que desee estar al frente de Apple, ni de que ambicione un rol de liderazgo global. Ojo: tampoco señales de rendición al conformismo. Bastaría con revisar su carrera en la equitación de élite. Es técnica y profundamente exigente y no busca conformarse con ser la novia bonita que besa al oro olímpico de los Juegos Olímpicos de París 2024. Ella también es una atleta competidora. Una mujer que entrena con la misma devoción con la que otros hacen empresas. Que gane o no importa menos que el hecho de que cabalga en serio.
Hay algo también del duelo no resuelto en su figura. Eve perdió a su padre a una edad crítica. Y aunque ha mantenido una relación cercana con su madre, su biografía está atravesada por la ausencia: la de Steve, la del reparto patrimonial, incluso la de una narrativa oficial sobre su lugar en el legado del magnate tecnológico. Mientras Lisa Brennan, la polémica hija mayor de Jobs, ha publicado un libro y tomado la palabra, la más pequeña ha optado por un silencio que dice más que muchas confesiones o charlas con la prensa.
Eve, en una sesión de fotos para Louis Vuitton.
Su luna de miel, a bordo del superyate Venus –construido por su padre y propiedad de su madre– es otra imagen que condensa esa paradoja. Navega en el emblema de una herencia que nunca será del todo suya, pero que tampoco puede negar. Y ahí radica su singularidad. No busca habitar el trono, pero tampoco lo rechaza con rabia. Vive en ese intersticio entre el linaje y la elección, entre la historia que la precede y la vida que construye.
En una de las fotos compartidas tras su boda, Eve aparece sonriendo con un ramo blanco, bajo un cielo nublado de verano inglés. El vestido es sobrio, el maquillaje imperceptible. Sin coronas ni capas, se intuye un linaje. No el del imperio Apple, sino otro más difícil de heredar. El de saberse observada y, aun así, caminar sin temblor. Quizás esa sea su verdadera medalla. No la de Lima, ni la del apellido, sino la que no se entrega. La de vivir a la sombra de un gigante sin perder la luz propia.




