Febrero de 2007. En Los Ángeles, California, la noche ya hacía horas que había caído. Una de esas frías, en las que nadie espera que se tercie el gran evento. Mucho menos aquel que terminará por marcar el relato de uno de los iconos pop por excelencia y definición. Britney Spears, recién salida de la clínica de rehabilitación, donde acababa de ingresar aparentemente dispuesta a desmarcarse de una espiral de malos hábitos –que le estaba costando un juicio público–, exclamó sin griterío. Aquello que, en lo cañí, resonaría como un “¡los focos a mi persona!”, entonado por Isabel Pantoja. En su caso, maquinilla en mano.
Tan solo 24 horas después de entrar en el Promises Malibu Treatment Center, la princesa del pop lo abandonaba de una forma tan abrupta como acaba de desaparecer de Instagram. El caso es que por entonces la huida era con destino fijo. Rápidamente, y haciendo caso omiso a toda esa prensa que, día sí y día también, seguía sus pasos en busca de la imagen que pudiese degradar –aún más– su imagen, se plantó en un salón de belleza del distrito de Tarzana. Allí rogó por lo impensable. Quería que le rapasen todo el pelo. Su melena, la que llevaba años moviendo de lado a lado sobre los escenarios. La que, en sus inicios allá por 1998, decoraba con pompones al ritmo del chicloso …Baby One More Time. La estilista se negó. Ella se mantuvo. Hasta el punto de ponerse manos a la obra sin ayuda de ningún profesional presente en la sala.
El gesto dio la vuelta al mundo en cuestión de horas. Más todavía con el añadido de que las cámaras captaron perfectamente el instante. La estampa de una de las grandes divas de la música del momento con sus largos mechones cayendo al suelo era delirante. Y la cosa no quedó ahí. Al salir, se plantó en Body & Soul Tattoo, un estudio de tatuajes de Sherman Oaks, donde marcó la velada para siempre en su piel con unos labios rojos en la muñeca y una cruz negra en la parte baja de la cadera. Todo mientras los paparazzi seguían atónitos al ritmo del flasheo.
Una caída a los infiernos capturada en directo
Tan fuerte era la persecución que, apenas unas horas después, la escena alcanzó su clímax: Britney, calva, vestida con una sudadera gris y el gesto firme, arremetía contra el coche de un fotógrafo con un paraguas verde. No hubo palabras. Solo el impacto del metal y las luces de los teleobjetivos abriéndose paso entre la oscuridad. Una escena repetida hasta la saciedad que quedaría sellada como el símbolo de una caída pública. La suya. La de una estrella desbordada por su propio fulgor, rodeada de ruido y a punto de convertirse –otra vez– en noticia.
Britney, tras raparse, atacó a los paparazzi con un paraguas.
A fin de cuentas, ocupar tabloides venía siendo su tónica general desde hacía meses. En aquel invierno, mientras el mundo diseccionaba cada uno de sus gestos, Britney libraba una batalla mucho más íntima y dolorosa que desprenderse de unas extensiones de keratina. Tras su separación del bailarín y rapero Kevin Federline, con quien había contraído matrimonio tres años antes y había tenido a sus dos únicos hijos, Sean Preston y Jayden James, la disputa por ellos se convirtió en un espectáculo judicial retransmitido casi en directo. Las audiencias, los partes médicos, las fotografías de las visitas supervisadas... Todo se filtraba. En los tribunales se discutía su capacidad como madre. En los tabloides, su cordura. Y entre abogados, informes y guardias de seguridad, la artista parecía perder algo más que un proceso legal: el control sobre su propia vida.
Pero, ¿acaso en algún momento lo había tenido? La duda se entiende desde que, con apenas, once años apareciera en The Mickey Mouse Club junto a otras futuras estrellas del pop americano y su imagen comenzara a moldearse con precisión de laboratorio. Cuando a finales de los 90 irrumpió en la voraz industria discográfica, ataviada con uniforme colegial y la voz entreaniñada y desafiante, ya la considerarían producto perfecto para una generación que aprendía a consumir ídolos. El éxito fue inmediato. Millones de copias vendidas, giras mundiales y una secuencia de himnos –Oops!… I Did It Again, Stronger, Toxic– que la consolidaron en un trono hecho a medida.
La inocencia mediatizada, incluso en el amor
Su narrativa era la de la pureza controlada, la del candor domesticado. Por contra, en sus letras ya asomaba la grieta. “I’m not that innocent” –“no soy tan inocente”, en la traducción al español–, cantaba mientras el marketing insistía en lo contrario. Y entre tanto, su relato público no tardó en confundirse con el de sus amores. La niña prodigio que había crecido entre estudios de grabación se convirtió también en la novia de América. Su relación con Justin Timberlake, compañero de sus primeros pasos televisivos, encajaba a la perfección en el guion de la era MTV. Juventud, belleza y coreografías sincronizadas. Juntos pasearon por alfombras rojas con el denim por bandera, sonrieron ante las cámaras y alimentaron la fantasía de una pareja destinada a ser eterna. Pero cuando el vínculo se rompió, el idilio se volvió tormento.
Timberlake lanzó Cry Me a River, con un videoclip que recreaba una infidelidad y una doble de Britney. Ella respondió más tarde con Everytime, una balada frágil y casi confesional. “Everytime I try to fly I fall”, decía, que viene a proclamar el sincericidio de que “cada vez que intento volar, caigo”. Al más puro estilo de la extinta Super Pop, el romance se convirtió en contenido. El desamor, en material de mercadotecnia. Cada movimiento y lágrima de Britney se interpretarían como parte de un libreto mediático que ni siquiera escribía ella. Una exposición sentimental salvaje que anticipaba el inicio de su cruz: ser observada no por lo que cantaba, sino por cómo sobrevivía al personaje.
Britney y Justn, conjuntados en los American Music Awards de 2001.
El mismo personaje al que pretendía enterrar, a conciencia, cuando se afeitó la cabeza. Lo expuso ella misma en The Woman in Me, su libro autobiográfico publicado el 24 de octubre de 2023. En él relataba, con una honestidad que el espectáculo no le había permitido hasta entonces, que “me habían observado tanto mientras crecía; me miraban de arriba abajo, me decían qué pensaban de mi cuerpo, desde que era adolescente”. Y añadía que “afeitarme la cabeza y comportarme de esa manera eran mis formas de rebelarme”.
En otro pasaje que circuló mucho en los medios, describía el momento de la discordia con mayor detalle: “Entré en un salón de belleza, tomé la maquinilla y me corté todo el pelo. Todos pensaron que era divertido. ¡Mírala, qué loca está! … Yo simplemente estaba fuera de mí por la pena. Mis hijos me habían sido arrebatados”. No sin obviar, claro está, la tutela legal que se le implementó después: “Bajo la tutela me hicieron entender que esos días habían terminado. Tenía que dejar crecer mi pelo y volver a estar en forma. Tenía que acostarme temprano y tomar la medicación que me indicaran”.
Afeitarme la cabeza y comportarme de esa manera eran mis formas de rebelarme
'Blackout', el disco que fue salvación y condena
Afortunadamente, e incluso en medio del caos, Britney encontró en la música un refugio y un método para reivindicarse. En octubre de 2007, apenas meses después del desplome mediático que la había convertido en objeto de burla y especulación, lanzaba Blackout, Un álbum que cambiaría la percepción de su carrera para siempre. La industria, que hasta entonces la había reducido a la imagen del prodigio perdido en la adultez, aplaudió un sonido más oscuro. Más electrónico, con ritmos contundentes y letras que exploraban el deseo, la ansiedad y la supervivencia bajo los focos. Temas como Gimme More y su icónico “It’s Britney, bitch” no solo marcaron un giro estilístico. Sentaron las bases de un nuevo estatus. El de una artista que recuperaba autoridad sobre su narrativa creativa, aunque fuera entre sombras y escándalos. No era solo un simple disco pop; era un manifiesto en clave de club. Su declaración de resistencia frente a un mundo que la había expuesto sin tregua.
Pero las cosas no estaban bien. Apenas unas semanas después de publicar el trabajo de estudio, la actuación de Britney en los MTV Video Music Awards se convirtió en el enésimo símbolo de su fragilidad. Las extensiones que llevaba se enredaban. El playback era demasiado evidente. Su corporalidad parecía rebelarse ante la coreografía. Y las críticas no tardaron en llover. La audiencia no miraba a la artista, sino al espectáculo del desmoronamiento. Y aquella imagen no era solo un accidente escénico; era un reflejo de un colapso más profundo. En ese contexto, su padre, Jamie Spears, asumiría la tutela legal que controlaría prácticamente todos los aspectos de su existencia durante los años siguientes. Desde decisiones financieras hasta tratamientos médicos. Desde la gestión de giras hasta la supervisión de su vida cotidiana.
Aficionados y seguidores de la estrella del pop Britney Spears protestan en el Lincoln Memorial, durante la manifestación “Free Britney”, el miércoles 14 de julio de 2021, en Washington.
De la liberación a la desaparición digital
La tutela, inicialmente presentada como un remedio protector, se convertiría en un símbolo de opresión. Un sistema que expropiaba la autonomía de una estrella, transformando su rebeldía en un conflicto legal y personal de alcance monumental. Años más tarde, la batalla que parecía personal se volvió colectiva. El movimiento #FreeBritney, impulsado por fans, medios y activistas, significó esperanza. Denuncias, audiencias judiciales y un clamor público creciente evidenciaron que la tutela no era protección, sino control absoluto. En noviembre de 2021, tras trece años de supervisión paternal y a la edad de 39, Britney recuperó finalmente la autonomía sobre su narrativa.
La liberación fue tanto legal como simbólica. Su voz, silenciada durante más de una década, pudo al fin dictar su relato. Decidir sobre su carrera, su maternidad, su cuerpo y su tiempo. Pronto inundó las redes de vídeos bailando, sola y en el salón de su casa, a su antojo. Los debates sobre si estaba cuerda –o no– no tardaron en regresar. Algo sobre lo que recientemente se ha manifestado en sus redes sociales antes de suprimirlas, en ese proceso de reconstrucción fuera del tablero de juego que cobra sentido: “Mi cuerpo fue asesinado y destruido, no pude bailar ni moverme durante cinco meses… De todos modos, sé que mi publicación y mis bailes parecen tontos, pero me hicieron recordar cómo volar. La gente es increíblemente cruel… A día de hoy sigo sin volar como solía hacerlo”.
También subrayó: “Siento como si me hubieran quitado las alas y sufrí un daño cerebral hace mucho tiempo, al cien por ciento”. Las cicatrices de un juguete roto que precisa tiempo para reapropiarse de su existencia. El daño perenne, que a los 43, trata de sortear. Su dictadura ya terminó. El dolor persiste.






