De Alicante a Japón: todas las flores del mundo

Serendipias

De Alicante a Japón: todas las flores del mundo
Alberto Piernas

Febrero suele ser un mes de transición: perdemos los primeros kilos de Navidad, alguien cuenta los días que faltan para Semana Santa y las jornadas evocan un silencioso paseo hacia el estío a través de días que se alargan suavemente. Sin embargo, hay un ritual que solo tiene lugar este mes. Al menos para mí.

Vivo en una localidad mediterránea de escasos reclamos “viajeros” donde, igualmente, he aprendido a valorar su simbología: la puerta azul del antiguo Museo del Aceite, el aroma a luz de las higueras que me paro a olisquear en secreto, pero, especialmente, unos almendros en flor que estos días simulan nubes blancas y rosadas en los lugares más insospechados de nuestra terreta.

Los cerezos del Jerte, los melocotoneros de Cieza, el palosanto de la Amazonía...

Un sábado de febrero, mi padre y yo nos perdemos por esas sendas que parten de la granja de Julio en busca de los almendros y, cuando los encontramos, nos quedamos mirando sus colores mientras la brisa mece los árboles y se lleva sus flores. Es un ritual que hacemos todos los años desde que tengo uso de razón. Una maravillosa excusa para detenerse en un mundo que cada vez gira más rápido.

Sí, mientras un hombre reza a los pies de un Buda colmado de ofrendas en Sri Lanka, un avión aterriza en Singapur y dos amantes se prometen amor eterno junto a una playa del Caribe, un padre y un hijo acudimos a algún lugar en mitad del campo para ver los árboles florecer.

Floración de los cerezos en el parque Inokashira de Tokio

Floración de los cerezos en el parque Inokashira de Tokio

Getty Images

Pero no somos los únicos. De hecho, existe una clara fascinación por ver floraciones alrededor de todo el mundo desde tiempos inmemoriales: en las calles de Ciudad de México, las jacarandas ya despliegan sus mantos morados; los melocotoneros de Cieza engloban eventos de poesía, los árboles de palosanto de la Amazonía descubren flores que marcan un ciclo de renovación en armonía con los espíritus de la selva y, especialmente en Japón, ya muchos se preparan para el hanami (ver flores). 

Este ritual de los antiguos samuráis como intento de evitar marchitarse y morir frente a un cerezo en su mayor momento de gloria, consiste en acudir en masa a los principales parques nipones para desplegar el mantel de pícnic y abrir la botella de sake mientras las flores todo lo inundan. De esta forma, la contemplación del sakura (flores de cerezo) y yozakura (cerezos de noche) se mantiene a lo largo de todo Japón entre febrero y mayo, si bien en ocasiones la floración se adelanta. Y todos sucumben a ella.

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Solo en ese momento, las flores no llegan a caer sobre el suelo ni tampoco a marchitarse, siendo arrastradas por la brisa hacia algún destino incierto. Puede que contemplar estas floraciones a través de nuestro propio hanami no solo hable de un pasatiempo, ni siquiera de una costumbre. Nos habla de lo que somos, de la identidad. 

Quizás por eso, mi padre y yo volvemos cada febrero a buscarlos. Porque como los cerezos japoneses venerados por los samuráis, también estos árboles nos enseñan que lo efímero puede ser eterno si lo compartimos. Que podemos volar sin olvidarnos de las raíces.

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