Meditaciones en Sri Lanka antes de la tormenta

Serendipias

Meditaciones en Sri Lanka antes de la tormenta
Staff Writer

“Habitable”, “conectar” o “refugio” son palabras que se reproducen en cascada en scrolls de redes estos días. O al menos, cuando Instagram funciona. En este hotel de la perdida costa de Tangalle, en el sur de Sri Lanka, el wifi falla a veces, se va la luz, no hay agua caliente y, claro, brotan las costuras del turista que a veces olvidamos bajo el espíritu viajero.

Así que mejor apago el móvil y camino los dos kilómetros que separan esta cabaña del restaurante de Tilila y su familia.

En esta costa de Sri Lanka descubre un refugio habitable lejos del ruido

Me cobijo en la mesa del fondo y vuelvo a comer el mismo roti con pollo con la mente en blanco. Por algún motivo, el momento de la cena se ha convertido en mi particular atajo al limbo. Tras un largo viaje de aviones, hoteles, reencuentros, e-visas y listas de lugares que he decidido apartar, sucumbo al sencillo arte de caminar. Ser algo más hoja en el caluroso otoño ceilandés.

La madre de Tilila se acerca para decirme que tiene manchas en la piel, le digo que yo también, que el aloe vera me va bien. Mientras, su nieta de ocho años sirve kottu a otros dos clientes rusos que se van antes. Entonces la familia y yo formamos un corro, como cada noche. Tilila fuma un cigarro mágico, me guiña el ojo y me lo presta. Estas noches en su restaurante son como un bálsamo, encuentro la ausencia de ruido que ando buscando.

Anochecer en Tangalle, en el sur de Sri Lanka

Anochecer en Tangalle, en el sur de Sri Lanka

Alberto Piernas

Quizás no sea necesario irse a otro continente para encontrar sosiego, pero la calma es inteligente y brota al marcar distancia con la rueda.

Tras despedirme de la familia, vuelvo a sucumbir al preciado ritual diario de recorrer la distancia entre el restaurante y mi cabaña casi a oscuras: pasa alguna moto, sorteo los charcos del monzón, el médico que ayer me extrajo un tapón del oído bajo un cocotero está sentado con sus padres a la fresca. Y vuelve a saludarme, le agradezco su ayuda, los antibióticos me van bien. A medida que avanzo por la carretera, los pocos farolillos desaparecen. Solo queda alguna luciérnaga de luces intermitentes, como si cargara con un mundo cansado. Dejo que mi sombra huya a la selva como un animal en libertad y cierro los ojos. El mar me lleva de la mano mientras reseteo el entorno.

Lee también

En algún momento llego a mi cabaña, pero quiero volver a repetir el mismo camino una y otra vez, igual que los protagonistas de El amor en los tiempos del cólera de Gabo a bordo de aquel barco emocional por un río colombiano. 

Me detengo durante unos segundos y el mar, que también parece huir a esta playa sin conquistar (del todo), ya me conoce.

Descalzo, me tumbo en ese rincón entre la orilla y las palmeras, el cielo está lleno de estrellas y algunos perros duermen a mi lado. Al día siguiente mi cama estará llena de arena, pero no importa. Me sumerjo en las dunas frías y, poco a poco, voy perdiendo la cobertura, las opiniones, el control. Los pensamientos se han rendido ante el sonido de las olas y ahora el mundo tiene menos ruido, te vuelves parte del paisaje. Es un lugar más habitable.

(Esta columna fue escrita y enviada desde Tangalle unos días antes de las terribles inundaciones en el país asiático. Las familias de Tilila y del doctor Subhash están bien. Que estas líneas sean, humildemente, un pequeño homenaje a la fortaleza de toda la gente de Sri Lanka en tiempos oscuros.)

Etiquetas
Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...