Nunca pensé que acabaría escribiendo un artículo para un vertical como Peludos pero, en realidad, no podía haber mejor lugar para presentar El último gato birmano. Lo hago con la modestia de quien no tiene del todo claro cómo llegó hasta aquí, y con la alegría felina (esa que no necesita justificación) de compartir esta historia con los lectores de “Filosofía con instinto”. El protagonista de mi novela es un gato, sí, pero también es un maestro. Hsaya, en birmano. Y además, entre maullidos, templos y aventuras, se cuela una filosofía que nos invita a mirar hacia dentro.
La escribí hace algunos años, cuando en casa vivían Nuka y Lola. La primera era una siamesa sociable y melosa, de las que se presentan sin miedo ante cualquiera. Lola, en cambio, era una europea bicolor que solo reconocía y amaba a un ser humano: una servidora. Ambas destrozaron la versión temprana de un capítulo. Literalmente. Lo hicieron añicos como solo sabe hacer un felino con un texto mediocre. Aún se lo agradezco.
Desde pequeña, he conocido a gatos de todo tipo. Señoritos que exigían el sofá entero, vagabundos que conquistaban el jardín, escapistas y alguna que otra diva. También he conocido gatos estoicos, que soportaban las visitas con la resignación de Séneca; otros, amantes apasionados de la rutina, devotos de su cuenco, su manta y los rayos de sol. Y no faltaban los oportunistas: gatos que aparecían de repente cuando alguien decía “no me gustan o soy alérgico a los gatos”. Pero cada uno ha sido un maestro a su modo. Porque si algo tienen los gatos, además de ser imprevisibles, es que te enseñan a estar. A observar. A no esperar nada... Son, diría Hsaya, un poco taoístas.

Sabiduría oriental, ternura occidental, y un felino como guía
Un poco más de filosofía
El viaje de Charlie Parker, el joven protagonista, no es solo un recorrido geográfico de Londres a Birmania, es también un viaje interior, una travesía hacia ese lugar misterioso donde uno empieza a comprender que “somos los constructores de nuestro futuro” y que “la felicidad consiste en aceptar que la vida no es perfecta”. Esta última idea, tan sencilla como liberadora, aparece en boca de los personajes. Y bien podría ser firmada por Buda, Marco Aurelio o Simone Weil. Porque Oriente y Occidente, cuando se escuchan, en lugar de competir, se complementan.
En El último gato birmano, la filosofía no se impone. Habla a través de Hsaya, del monje Hui Gen, y de los actos espontáneos del propio Charlie. Está en los momentos de duda y en la aventura. Hay valores budistas, sí, pero también cierta ética de la cotidianidad: la compasión sin épica, el cuidado por lo frágil, la atención al presente. Como dijo Thich Nhat Hanh, y bien podría suscribirlo Hsaya con su sabiduría felina: “No hay camino hacia la felicidad, el camino es la felicidad.”
Y, en el fondo, eso es lo que uno aprende al convivir con un gato: a no correr tanto, a aceptar los momentos tal como vienen, a escuchar, a observar sin juzgar, a respirar. ¿No es eso, acaso, filosofía?
Sinopsis
La vida de Charlie Parker ha dado un giro importante desde que un gato llegó al barrio londinense de Westminster donde vive.
Desde hace tres meses, Charlie no puede dormir. Los maullidos quejumbrosos de un gato le mantienen en vela. Por su culpa, Charlie no rinde lo suficiente en el colegio y no podrá competir en el próximo campeonato de kárate. Por si esto fuera poco, el médico ha diagnosticado que padece una manifiesta obsesión por los gatos y prohíbe terminantemente que tenga una mascota en casa. Al parecer, el único que oye al gato es él. Sin embargo, Charlie se propone encontrar al gato de sus desvelos como sea y cuando eso suceda…
Efectivamente, Charlie está en lo cierto. El gato que oye no es imaginario, sino de carne, pelo y hueso. La señora Margaret, que goza de una excelente reputación en Londres, que recolecta dinero para los niños huérfanos de la ciudad, vecina de toda la vida y amiga de sus padres, le tiene secuestrado. Pero, ¿quién podría sospechar de una anciana como ella? ¡Nadie! Sólo su amiga Mary le cree. ¡Qué suerte la suya!
Demostrar que tiene razón, va a adentrar al protagonista en una aventura sin freno que arranca en Londres y vuela hasta Birmania, donde el monje de un monasterio, cuidador de la última saga de gatos sagrados y de donde ha desaparecido el pequeño Hsaya, le explica el poder de estos animales.
Con la ayuda del monje Hui Gen, de Mary y del mismo Hsaya, Charlie tendrá que proteger al cachorro para que la malvada señora Margaret no consiga su maquiavélico objetivo: transportar el alma de sus antepasados a la Tierra para crear el mundo que ella y su marido, el señor O’Brien, siempre habían soñado: un mundo de ricos donde estorban los niños, los pobres y los gatos.
Epílogo memoria y presente
Escribir una novela deja siempre huellas en la memoria: algunas se desdibujan, otras permanecen intactas, pero todas hablan de momentos que, aunque ya no estén, siguen arañando desde dentro. El último gato birmano no fue solo una historia, fue también una etapa y una aventura que se extendió más allá de sus páginas. Gracias al entusiasmo de un equipo apasionado por las artes escénicas, la novela dio el salto a un escenario, y se convirtió en un musical para público familiar en el Teatre Núria Espert. También afectó a mi hija que, con seis años, no dejaba de preguntarme cuándo terminaría ese cuento tan largo; a mi marido por su apoyo incondicional y sus consejos, quien, sin sentir especial devoción por los felinos, ha acabado aceptando que son un poco mágicos; a mis padres, por su entrega y por regalarme tiempo, sin olvidar que han cuidado de mis gatos siempre que lo he necesitado. Y especialmente a mi madre por enseñarme una de las lecciones más felinas de mi vida. A mi hermana, por su fe inquebrantable y ánimos en todo lo que hago. Adivinó la fecha en que iba a publicarse la novela. Además ama tanto a los gatos como yo.
Y un agradecimiento ciceroniano a los amigos que siempre están ahí, escuchando atentamente, señalando lo que funciona y lo que no.

Una historia que enseña a estar, a observar, a respirar
A la editorial Casals, cuyo apoyo no solo hizo posible esta historia, sino que la empujó hasta América Latina.
Y, por supuesto, a los lectores de aquí y de allá porque gracias a ellos, El último gato birmano sigue vivo.
Cuando uno mira atrás, los recuerdos se agolpan. Hay nostalgia, sí, pero de la buena, la que no entristece, sino que ensancha. Porque uno comprende entonces que una novela es mucho más que su argumento: es todo lo que se vive mientras la escribes. Y también todo lo que otros vivirán cuando la lean.
A quienes se acerquen a esta historia desde la juventud, con la mochila aún ligera pero la mente llena de preguntas o inquietudes, solo quiero decirles —si me lo permiten— que ojalá el sentido de la felicidad que se propaga desde las colinas de Mandalay hacia Occidente encuentre un rincón donde alojarse en su interior. Porque esa felicidad de la que se habla no tiene nada que ver con lo que se compra o se mide en aplausos y en seguidores.
Es una felicidad silenciosa y pausada, que nace de comprender que la vida es imperfecta y, aun así —o precisamente por eso—, merece ser abrazada. Que el presente, por sencillo que sea, contiene belleza si sabemos mirarlo. Que no hay atajos, pero sí caminos amables. Y que la verdadera transformación empieza cuando dejamos de buscar fuera lo que, tal vez, ya habita en nosotros desde siempre.
Si esta historia logra arropar esa certeza, entonces, y solo entonces, sabré que todo esto ha merecido también la pena.
¡Gracias a todos!