“Entre piscinas infinitas y coches de lujo, colonias de gatos sobreviven sin ser invitadas”: la contradicción del ‘luxury effect’ en las urbanizaciones de alto nivel

Colonias felinas 

La nueva ley española de bienestar animal 7/2023 deja claro que los gatos comunitarios no son plagas y deben gestionarse con ética y responsabilidad

Colonias felinas

La nueva ley española de bienestar animal 7/2023 deja claro que los gatos comunitarios no son plagas y deben gestionarse con ética y responsabilidad 

Getty Images/iStockphoto

En una urbanización donde cada chalet supera el millón de euros, entre jardines con césped perfecto y coches deportivos aparcados en las entradas, también hay biodiversidad: colonias de gatos comunitarios que llevan años en la zona. Su presencia, lejos de ser histórica, ha encendido debates vecinales y puesto en evidencia un contraste incómodo: mientras algunas familias exigen su desaparición porque “ensucian” el entorno, otras entienden que forman parte de la vida del lugar y colaboran con las gestoras que los cuidan.

Yasmín trabaja limpiando casas en esa urbanización de lujo de la costa mediterránea. Cada mañana pule los suelos de mármol, abrillanta cocinas de diseño y ordena terrazas con piscinas infinitas. Cuando termina su jornada, recoge otra responsabilidad que no figura en ningún contrato: atender a la colonia de gatos que vive entre los setos y garajes de la urbanización.

Lee también

“Los gatos desaparecían de la noche a la mañana, algunos volvían desorientados y otros eran encerrados en jaulas para siempre”: así operan las empresas de control de plagas en la gestión de felinos comunitarios

Montse Casaoliva
Los gatos comunitarios no son una plaga, según la ley.

Allí, un grupo de gatos comunitarios busca refugio, alimento y algo de paz. Yasmín les dedica tiempo, dinero y paciencia. Los alimenta, lleva al veterinario a los que enferman y busca apoyo para que sean esterilizados dentro del método CER (Captura, Esterilización y Retorno) a través de la asociación de la que forma parte.

El valor de la vivienda frente al valor de la vida

Mientras algunos vecinos disfrutan viéndolos merodear entre los jardines, otros exigen que desaparezcan. Argumentan que “no deberían estar aquí”. Cuando la realidad es que vivían allí mucho antes de que ellos llegaran. Se quejan al Ayuntamiento y presionan para que contraten empresas privadas de control animal, una práctica ilegal en especies que no son consideradas invasoras, como es el caso de los gatos comunitarios. 

En esas quejas se esconde una visión peligrosa: la idea de que una vivienda otorga derecho a moldear la naturaleza a voluntad, borrando de un plumazo a los seres vivos que incomodan la postal perfecta del barrio.

Colonias felinas

Colonias felinas

Getty Images

No es un caso aislado. Los barrios de alto poder adquisitivo (y otros muchos de nivel medio) con zonas verdes ajardinadas, son escenarios de conflictos entre propietarios y colonias felinas. En muchos de estos lugares, se han llegado a promover normativas que permitían retiradas masivas de gatos bajo la etiqueta de “control poblacional”, pero la nueva ley española de bienestar animal 7/2023 deja claro que los gatos comunitarios no son plagas y deben gestionarse con ética y responsabilidad. Ahora reubicar está casi prohibido, por suerte hay protección para estos animales que merecen vivir donde han nacido, sea cual sea el cambio urbanístico por el que la zona pase.

La otra cara: vecinos que conviven

Pero no todos los residentes piensan igual. Hay quienes reconocen que los gatos también forman parte del entorno, igual que los pinos centenarios o las aves marinas que sobrevuelan la costa. “Me gusta verlos, son parte del barrio”, comenta una vecina de Yasmín, que incluso ayuda en la compra de pienso y en los gastos veterinarios. Para ella, el valor de su hogar no se mide en la tasación inmobiliaria, sino en la vida comunitaria compartida, y eso incluye la biodiversidad de la zona.

Lo paradójico: los barrios que más biodiversidad concentran son también los que más intentan expulsarla

Montse Casaoliva

Ejemplos internacionales demuestran que otra convivencia es posible. En Estambul, los gatos son parte del paisaje urbano y hasta en los barrios más ricos se construyen pequeñas casetas para ellos. En Japón, algunas urbanizaciones de lujo integran a los gatos callejeros como parte de proyectos de biodiversidad urbana, fomentando el respeto y la corresponsabilidad.

Contexto científico

La ciencia urbana lo confirma: cómo percibimos y gestionamos a los animales depende en gran medida de la historia social y económica de los barrios. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha demostrado que las prácticas de redlining —esa discriminación inmobiliaria que durante décadas marginó a comunidades negras y pobres— siguen marcando hasta hoy qué vecindarios tienen árboles, parques y fauna, y cuáles se convierten en desiertos de asfalto. Allí donde no hubo inversión pública ni privada, tampoco hay biodiversidad visible: menos aves, menos pequeños mamíferos, menos gatos comunitarios.

El urbanismo, en definitiva, decide quién vive y quién desaparece en las ciudades. Así lo refleja el informe Wildlife in the City, que documenta cómo la fragmentación de hábitats y el modelo de expansión urbana condicionan las especies que sobreviven en los entornos metropolitanos. La biodiversidad no desaparece sola: la expulsamos con nuestras decisiones de planificación y consumo.

Lee también

El contraste se repite en otras partes del mundo. En Argentina, la comunidad de alto nivel Nordelta vivió una polémica pública cuando decenas de carpinchos empezaron a pasear por los jardines privados de lujo. Una parte de los vecinos exigió que se retiraran “por seguridad”; otros defendieron que formaban parte del ecosistema original de la zona y pidieron medidas de coexistencia como corredores ecológicos. El debate llegó incluso a los tribunales y a medios internacionales: un espejo del mismo choque entre privilegio y biodiversidad que hoy se da en urbanizaciones de lujo con colonias felinas.

Hay, sin embargo, ejemplos que apuntan en otra dirección. En Inglaterra, el proyecto Wilderness Reserve integra bosques, estanques y fauna autóctona dentro de un complejo residencial de alto nivel. Allí, el lujo no está reñido con la naturaleza: al contrario, se ofrece como valor añadido a quienes compran una vivienda. Una prueba de que la convivencia es posible cuando el diseño urbanístico no busca borrar la vida, sino integrarla.

El “efecto lujo” y la biodiversidad en barrios acomodados

La biología urbana utiliza un término cada vez más citado: el “luxury effect” (efecto lujo). Se refiere a la tendencia de que los barrios de mayores ingresos concentran también más biodiversidad urbana. A primera vista, puede parecer contradictorio: ¿cómo es posible que donde hay más cemento, piscinas y chalets de lujo aparezcan también más especies?

La explicación es doble. Por un lado, estos vecindarios suelen tener jardines privados, setos, arboledas, suelos bien mantenidos y menor contaminación local. Elementos que, aunque diseñados para la comodidad humana, generan microhábitats en los que sobreviven aves, insectos, pequeños mamíferos… y también gatos comunitarios.

La ley de bienestar animal deja claro que los gatos no son plagas: tratarlos como tal es ilegal y cruel

Montse Casaoliva

Es decir, la biodiversidad aparece como “efecto colateral” del lujo, no como un objetivo buscado. No se diseñaron los barrios pensando en la fauna, sino en la estética y el confort humano. Los jardines, setos, árboles ornamentales o estanques son un “by-product” que termina beneficiando a aves, insectos, pequeños mamíferos… y gatos comunitarios.

Un ejemplo claro se observó en St. Louis (EE. UU.), donde investigadores encontraron que los barrios acomodados presentaban una mayor diversidad de fauna urbana que los distritos céntricos más pobres y densos. El contraste era evidente: en unas calles, ardillas y aves convivían gracias a la presencia de vegetación; en otras, asfaltadas casi al completo, la vida silvestre apenas sobrevivía.

Otro caso se documenta en distintas ciudades de Estados Unidos: allí, los parques, jardines y patios grandes de las zonas residenciales atraen más especies que las áreas urbanas totalmente pavimentadas. La organización Audubon lo explica con claridad: un simple árbol en un jardín de lujo puede convertirse en refugio para aves migratorias que no encuentran cobijo en kilómetros de asfalto.

En barrios humildes, la convivencia con animales es cotidiana; en barrios de lujo, es un conflicto

Montse Casaoliva

En Los Ángeles, un estudio reciente de la UCLA identificó lo que denominaron “bolsillos inesperados de biodiversidad”. Incluso en zonas urbanas hipercentralizadas, ciertas especies se aferraban a la vida en pequeños jardines privados, en los huecos de vegetación entre construcciones o en setos que delimitaban propiedades. Allí, el contraste es brutal: entre muros y vallas de seguridad, la naturaleza resiste gracias a fragmentos verdes mantenidos por el poder adquisitivo de los residentes.

En definitiva, el “luxury effect” demuestra que la riqueza puede comprar espacios verdes, pero no siempre tolerancia hacia los seres vivos que los habitan. Lo paradójico es que, mientras estos entornos favorecen la supervivencia de fauna urbana y gatos comunitarios, son también los lugares donde con más frecuencia surgen conflictos: los mismos jardines que atraen vida son los que después se blindan frente a ella, cuando los animales no encajan en la idea de “vecindario perfecto”.

Colonias felinas

Colonias felinas

Getty Images

Sí existen proyectos distintos en barrios de clase media o en eco-comunidades más conscientes: En Freiburg (Alemania), algunos vecindarios de viviendas sostenibles fueron diseñados con techos verdes, estanques comunitarios y corredores de biodiversidad integrados en la planificación. Allí la fauna no es “tolerada” sino bienvenida.

En Portland (Oregón, EE. UU.), hay urbanizaciones que incluyen bird-friendly gardens (jardines diseñados para atraer aves) y normativas que prohíben ciertos pesticidas para proteger a polinizadores. Y en España empieza a verse en algunos proyectos de eco-barrios o urbanizaciones verdes que incorporan cajas-nido, refugios para insectos o charcas para anfibios, aunque son todavía minoritarios.

Es decir: lo habitual en barrios de lujo es que la biodiversidad sobreviva a pesar de su diseño y gracias al verde ornamental, no porque exista un compromiso real con ella.

La otra cara: barrios y zonas semi-rurales que conviven con la biodiversidad

El contraste con las urbanizaciones de lujo no es solo estético: es una cuestión de cómo entendemos nuestra relación con la naturaleza. En las zonas semi-rurales, incluso a pocos kilómetros de las grandes ciudades, todavía sobreviven formas de vida en las que los huertos, los animales y la vegetación forman parte del día a día. Son entornos donde familias campesinas, migrantes o comunidades honestas han sembrado, cultivado y aprendido a convivir con la biodiversidad de manera natural. Aquí, los gatos comunitarios no son “un problema” sino aliados silenciosos: controlan roedores, acompañan a las personas, forman parte de un paisaje de vida compartida.

Un payés puede contarte cómo los gatos de su granja se crían entre gallinas y ovejas, cómo aparecen en los huertos al caer la tarde, cómo marcan presencia en los márgenes de las casas. En muchos casos, estos animales reciben nombres, cuidados básicos y respeto, aunque los recursos sean escasos. La relación no nace del lujo ni del confort, sino de la necesidad y el vínculo cotidiano.

Lee también

La ecología urbana suele describir a estos barrios con una realidad social que muestra otra cara: en muchos asentamientos informales o semi-rurales, la convivencia directa con la fauna genera una relación de proximidad mucho más humana. Gatos, perros, aves y pequeños mamíferos no son expulsados ni eliminados; son parte de la vida diaria, una presencia que acompaña y que, a veces, hasta protege.

Frente al discurso de “orden estético” que impera en algunos barrios, estas comunidades —semi-rurales— nos recuerdan algo esencial: es posible convivir con la biodiversidad sin expulsarla, cuidando lo que tenemos y construyendo lazos de respeto con los animales y la naturaleza que nos rodea. 

Además, la planificación urbana ha ignorado con frecuencia los espacios informales: descampados, solares abandonados, márgenes de vías… lugares que, aunque no figuren en los planos oficiales, funcionan como refugios espontáneos para gatos comunitarios, aves o pequeños mamíferos.  La urbanización acelerada muchas veces borra estos espacios, reduciendo la conectividad ecológica que permitía a la fauna moverse por la ciudad.

El lujo compra jardines, pero no tolerancia hacia la vida que en ellos habita

Montse Casaoliva

En definitiva, la fauna es vista como un intruso que devalúa la estética de los jardines, la presencia de naturaleza (o su negación) se convierte en un símbolo de “orden estético” o bien forma parte de la vida diaria. Una diferencia que revela cómo la arrogancia de ciertas personas condiciona la manera en que nos relacionamos con la biodiversidad: desde el rechazo y la exclusión, hasta la convivencia cotidiana, funcional y solidaria.

El respeto no entiende de códigos postales

Los gatos comunitarios no distinguen entre barrios pobres o ricos. Están allí porque es donde han nacido, donde encuentran refugio y alimento en los huecos de la trama urbana. No aparecen solo porque alguien les dé comida: son parte de la biodiversidad del lugar. Lo que sí cambia es la forma en que las comunidades humanas los perciben y los gestionan. La diferencia no está en la clase social, sino en la capacidad de reconocer que la biodiversidad no es un adorno estético, sino un elemento esencial de nuestra vida compartida.

Como dice Yasmín, mientras la acompañamos a retornar a un gato castrado a su colonia, situada en una zona verde preciosa frente a un chalet de cristal:

Colonias felinas

Colonias felinas

oleg_doroshenko

“Ellos no entienden de millones ni de códigos postales. Pero sí saben si alguien les respeta o les quiere mal. Este es su hogar y es nuestra obligación convivir con su casa”. Recordemos también que expulsar o maltratar gatos comunitarios no es solo un gesto de intolerancia: es un delito. La ley de bienestar animal es clara. Los animales son seres sintientes, y su vida no depende de la tasación de un chalet. La muerte de un gato puede estar penada con hasta dos años de prisión.

El futuro de nuestras ciudades se jugará en esta decisión: si protegemos únicamente la estética del mármol y los jardines perfectos, o si elegimos la dignidad de una vida compartida con la biodiversidad que la ley ya reconoce y protege. Ser comunidad no es borrar lo que molesta. Ser comunidad es convivir con lo que existe, respetando y cuidando la vida que también habita nuestro entorno, no de un problema con la misma.

Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...