'Luger' trae de vuelta la suciedad analógica en tiempos de brillo digital: “Las peleas aquí huelen a barrio, duelen, desgastan; un puñetazo no despeja el camino, te revienta los nudillos”
Fancine Málaga
Protagonizada por David Sainz y rodada íntegramente en un polígono industrial, 'Luger' irrumpe en el circuito fantástico con una apuesta analógica: un thriller sucio y físico donde una pistola centenaria desencadena una espiral de violencia sin florituras
David Sainz, actor y director: “Aunque Internet nos ha dado la posibilidad a los creadores de demostrar lo que sabemos y de posicionarnos un poco mejor, empezar sigue siendo igual de duro”
'Luger' trae de vuelta la suciedad analógica en tiempos de brillo digital.
Si vis pacem, para bellum. Si quieres la paz, prepara la guerra. De este antiguo refrán romano proviene el nombre de la pistola semiautomática Parabellum, diseñada en 1898 en Austria mientras nuestra España perdía en colonias y ganaba en nostalgia. El arma se convirtió, desde entonces, en un elemento básico para todo soldado alemán en la primera mitad del siglo XX, volviéndose tenebrosamente icónica gracias al modelo P08 usado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, popularmente no se la conoció por este nombre, sino por el apellido de su inventor: George Luger.
De entre los dos términos, es el popular el que el director y guionista Bruno Martín elige como título y macguffin de su película, Luger, un thriller que baja del pedestal histórico al objeto para convertirlo en detonante de una odisea cómica y criminal. Tras una cálida acogida en Sitges, este film independiente llegó al Festival de Cine Fantástico y de Terror que cada año organiza la Universidad de Málaga.
La capital malagueña pudo ver en el cine Albéniz las desventuras de Rafa y Toni, un pícaro y un matón al servicio de Ángela, una abogada que brinda a sus clientes soluciones fuera de los cauces legales. Su misión, en apariencia sencilla, consistía en recuperar un coche robado; pero todo se complica cuando descubren en el maletero una caja fuerte que alberga una Luger P08 codiciada por individuos más peligrosos que ellos mismos. Desde ese momento, y a lo largo de un día vertiginoso en un enorme polígono industrial, el arma demuestra de nuevo que su fama no es casual: allí donde aparece, hay problemas.
Curiosamente, durante la charla posterior a la proyección, alguien del público comparó Luger con John Wick cuando lo que propone Bruno Martín, quien aseguró no haber visto la aclamada saga de acción, es lo opuesto. De hecho, la tercera película de Keanu Reeves sí que lleva por subtítulo el nombre original de la pistola, Parabellum, y cuando su personaje empuña la versión contemporánea del arma nazi, la convierte en una pieza de diseño casi futurista, una evolución sofisticada del arma original dentro de un universo de videoclip.
John Wick responde a esa estética brillante, saturada de neón, que Byung-Chul Han describiría como pulida hasta la desaparición de la negatividad, donde incluso la muerte, por brutal que sea, no mancha. La coreografía de la violencia en estas películas es tan perfecta que uno podría olvidarse de que hay cadáveres detrás de cada giro de cámara. Y si se recuerdan, no importan.
David Sainz, actor y director.
En Luger, en cambio, hay un empeño deliberado por ensuciar la acción, por devolverle su peso físico, torpe y desagradable. Se acerca más a Tarde para la ira que al ballet violento de Hollywood. Como explicó el propio director, “las peleas aquí huelen a barrio, duelen, desgastan; un puñetazo no despeja el camino, te revienta los nudillos”. Y esa apuesta por la torpeza —por la fricción— funciona casi como una declaración estética en un tiempo donde la acción tiende a la virtualización y al brillo digital.
Resulta llamativo que una película así, tan despojada de artificio digital y prácticamente huérfana de efectos especiales basados en CGI, haya logrado colarse no solo en Sitges, sino en un circuito de festivales como el FANCINE donde —por la propia naturaleza del género y por la época que habitamos— la apelación a la tecnología suele ser tanto en forma como en fondo.
Las peleas aquí huelen a barrio, duelen, desgastan; un puñetazo no despeja el camino, te revienta los nudillos
En Luger no hay distopías hipertecnologizadas, ni inteligencias artificiales desbocadas, ni armas futuristas: el objeto que precipita la trama es, paradójicamente, una pieza de ingeniería bélica centenaria. Y su ecosistema no es un complejo laboratorio ni una ciudad retrofuturista, sino un polígono industrial español, de esos que crecen en los extrarradios entre descampados y naves de chapa, preñado de talleres clandestinos y herramientas que llevan décadas pidiendo lubricante WD-40.
La película funciona de esta manera como una anomalía dentro de un panorama dominado por lo digital. Un recordatorio de que, en pleno auge tecnológico, también lo analógico —lo desfasado, lo caduco, lo oxidado— puede generar historias poderosas y, sobre todo, revelar tensiones muy contemporáneas.
Fotograma de 'Luger'.
Dos autores de esta sección acaban de firmar un artículo muy sugerente sobre el cambio de paradigma en las formas audiovisuales, un giro que —aseguran— se ha hecho especialmente visible con Berghain. Según ellos, el videoclip de Rosalía es una prueba palpable de cómo hemos pasado de una estética minimalista a una maximalista que recupera un barroquismo que nos es culturalmente propio, casi genético, y al que quizá teníamos ganas de volver.
Ahora bien, conviene recordar que el barroco español, el nuestro, no es siempre un festín luminoso de ornamentación exuberante, sino también una imaginería marcada por la sombra: oscuro, terroso, obsesionado con la fealdad, la degradación, el martirio y los impulsos más primarios, donde el tenebrismo prima tanto como la filigrana.
Y en ese sentido, es posible encontrar más verdad barrocamente española en una película indie como Luger que en la producción millonaria de cualquier superestrella global. Porque donde unos exhiben exceso ornamental, Luger despliega un abarrotamiento de restregón: sudor, metal oxidado, huesos rotos, pasillos mugrientos y el eco del disparo de una vieja pistola que sigue recordándonos que la violencia, simbólicamente, suele estar más cerca de un puño americano mugriento que del corte limpio de una katana.