Dos siglos antes de que Sam Altman presentara ChatGPT por todo lo alto, una mujer escribió el primer algoritmo de la historia. Y no solo eso: imaginó que las máquinas de las que hablaba podrían algún día componer música, crear arte o incluso generar ideas propias, algo que se hizo realidad bastante más tarde. El nombre de esa mujer es Ada Lovelace y, para muchos, es la madre invisible de la inteligencia artificial. Invisible no por nada, sino porque durante más de cien años fue ignorada, a pesar de que su pensamiento sembró las bases filosóficas de la revolución digital actual.
Hija del poeta Lord Byron, y por lo tanto criada en un entorno de matemáticas, lógica y represión social, Ada fue una anomalía brillante de su tiempo. En 1843, con solo 27 años, escribió una serie de notas que acompañaban la traducción de un artículo sobre la máquina analítica de Charles Babbage, un ordenador mecánico que aún no existía físicamente.
Sus notas eran mucho más extensas que el texto original, y en ellas no solo desarrolló el primer algoritmo destinado a ser ejecutado por una máquina, sino que también imaginó que ese dispositivo, si se perfeccionaba, podría procesar símbolos, generar lenguaje o componer música. Es decir, fue la primera persona en imaginar algo parecido a la inteligencia artificial generativa.

Ada Lovelace.
Pero lo que hace única a Lovelace no es solo su capacidad matemática, sino su mirada visionaria. Comprendió que aquellas máquinas no debían limitarse a calcular. Podían pensar de forma simbólica, podían intervenir en el mundo del arte, de la ciencia, de la imaginación. Y, sin embargo, fue prudente. Su frase más famosa lo deja claro: “La máquina analítica no tiene la pretensión de originar nada. Puede hacer lo que sepamos ordenarle que haga.”
En esa aparente negación, Ada plantaba la semilla de un pensamiento radical: si algún día llegásemos a construir una máquina que hiciera algo que no le hemos ordenado, entonces estaríamos hablando de creación no humana. De pensamiento artificial.
Lovelace escribió todo esto en un contexto en el que ni siquiera existía la palabra “ordenador”. Sus reflexiones eran, más que teoría técnica, filosofía matemática. Pensaba en lo que podía ser, no en lo que era. Pero escribía desde un escritorio iluminado por velas, en una época en la que las mujeres no podían ni votar, ni publicar con su nombre, ni aspirar a ser tomadas en serio en círculos científicos. Por eso, su figura no trascendió tanto como debería.