El 9 de julio de 1925, un joven de 23 años, agotado por las alergias y sin poder dormir, escribió una carta desde una pequeña isla en el Mar del Norte. Se encontraba en Helgoland, un trozo de roca roja frente a la costa de Alemania, adonde había ido en busca de aire puro y tranquilidad. Su nombre era Werner Heisenberg. Y lo que escribió aquella noche cambiaría para siempre la forma en la que entendemos el universo.
La carta iba dirigida a su amigo y colega Wolfgang Pauli, y comenzaba de la forma más clara: “Mi punto de vista se ha vuelto mucho más radical cada día.” Lo cierto es que no exageraba. Lo que le enviaba era un primer borrador —un “garabato”, como él mismo lo llamó— de una nueva forma de entender el átomo. Una teoría que rompía con todo lo anterior.
Hasta entonces, la idea más común era imaginar los átomos como pequeños sistemas solares: un núcleo con electrones girando alrededor como planetas. Pero ese modelo no servía para explicar muchos de los experimentos que los científicos observaban. Heisenberg ya no confiaba en esa forma de pensar.
Lo dijo con claridad: “Estoy firmemente convencido de que la teoría de Bohr del átomo de hidrógeno no es mejor que la de Landé del efecto Zeeman.”
Estoy firmemente convencido de que la teoría de Bohr del átomo de hidrógeno no es mejor que la de Landé del efecto Zeeman
Su propuesta era, como decía, radical. Proponía construir una física completamente nueva, rompiendo con todo lo que se había explorado en las décadas anteriores. Esta nueva física se basaría solo en lo que se puede medir, dejando fuera todo lo que no se pueda observar directamente. En lugar de intentar visualizar cómo “es” un átomo, lo importante, decía, era saber qué resultados se pueden obtener de él en un experimento. No más imágenes mentales de órbitas: solo números, medidas y predicciones fiables.
Aun así, Heisenberg no estaba seguro de lo que tenía entre manos. En la misma carta, confesaba sus dudas: “En cuanto a mi opinión sobre este garabato, con el que no estoy en absoluto satisfecho: estoy convencido del valor de la parte negativa, pero considero que la parte positiva es más bien pobre.”

John D. Kraus (1910-2004), Enrico Fermi (1901-1954), Werner Heisenberg (1901-1976), Clarence Yoakum y Samuel Abraham Goudsmit (1902-1978).
Ese “garabato” se transformaría, poco después, en un artículo científico titulado Umdeutung (que significa “Reinterpretación”), publicado en septiembre de 1925. Con la ayuda de otros físicos como Max Born y Pascual Jordan, este trabajo se convirtió en la primera formulación matemática de la mecánica cuántica. Era una nueva manera de describir el comportamiento de la materia y la energía a escalas diminutas.
El escrito fue una revolución. A partir de ese día, la física dejó de ser un intento de representar visualmente la realidad y se convirtió en un lenguaje abstracto, más extraño, pero mucho más preciso. Aparecieron conceptos que hoy forman parte del vocabulario de la ciencia moderna, como el principio de incertidumbre (no se puede saber con total precisión la posición y la velocidad de una partícula al mismo tiempo) o la dualidad onda-partícula (la materia se comporta a veces como una partícula, y otras como una onda, dependiendo de cómo la observemos).
A partir de ese día, la física dejó de ser un intento de representar visualmente la realidad y se convirtió en un lenguaje abstracto, más extraño, pero mucho más preciso
En los años siguientes, otros nombres fundamentales para la ciencia del siglo XX, como Schrödinger, Dirac, Bohr, Born o incluso Einstein, contribuirían a desarrollar este nuevo marco teórico. El resultado fue el llamado Modelo Estándar, la estructura que hoy usamos para explicar casi todo lo que sabemos sobre las partículas subatómicas. Es, con diferencia, la teoría más precisa y comprobada que jamás haya producido la ciencia.
Pero la carta escondía mucho más. Además de esa teoría, fue la raíz de gran parte de la tecnología que usamos hoy en día, ya que la física cuántica está detrás de los microchips, los láseres o los sistemas GPS.
Han pasado cien años desde aquella noche en Helgoland. Y, aunque todavía no hemos terminado de comprender todo lo que abrió esa carta, sí hemos aprendido una lección importante: la física cuántica no es solo una herramienta para estudiar la materia. Es también una forma de mirar el mundo.