Hace unos días se desató una notable expectación a raíz de un informe del grupo MIT NANDA (Networked and Decentralized AI) que afirmaba que el 95% de los proyectos de inteligencia artificial generativa analizados no están produciendo retornos visibles en ingresos ni impacto medible en la cuenta de resultados.
La publicación coincidió con declaraciones de Sam Altman y Jensen Huang advirtiendo de que podríamos estar viviendo una burbuja de la IA. El cóctel bastó para agitar a los mercados: NVIDIA llegó a caer un 3,5% y Palantir rozó el 10% en la sesión. La recuperación fue rápida, pero el susto quedó ahí, y con él una pregunta incómoda: ¿qué está pasando para que la tecnología más prometedora de la década no se traduzca aún en resultados tangibles?
La primera respuesta es menos dramática de lo que parece y, a la vez, bastante previsible. Lo que estamos viendo en esta fase son pilotos, ejercicios de exploración que permiten tantear capacidades y límites, pero que rara vez entran en el corazón de los procesos de negocio.
Así ha ocurrido en cada oleada tecnológica: primero llegan los early adopters, que experimentan —alguien diría que cargan con el coste— para aprender más rápido que los demás
La integración es parcial, los best cases todavía no están fijados, el comportamiento de clientes y usuarios no ha incorporado la IA de forma natural y —no nos engañemos— hay más hype que evidencia en no pocas propuestas. Esperar impactos contundentes a estas alturas sería poco realista.
Así ha ocurrido en cada oleada tecnológica: primero llegan los early adopters, que experimentan —alguien diría que cargan con el coste— para aprender más rápido que los demás. Si aciertan, la recompensa puede ser enorme: ventajas competitivas difíciles de replicar e incluso posiciones cuasi monopolísticas. Y nadie quiere ver pasar el tren: igual que hoy no se sobrevive sin internet o sin móviles, pronto será inimaginable hacerlo sin IA.
ChatGPT está integrándose en muchos trabajos.
¿Qué está fallando?
Entre el hype y la paradoja de la productividad
La aparente desconexión entre euforia y resultados remite a un clásico: la paradoja de Solow, aquella observación de los ochenta según la cual “vemos la revolución informática en todas partes menos en las estadísticas de productividad”.
Hoy podríamos parafrasearla con la IA generativa. Millones de personas utilizan chatbots para redactar, traducir, programar o resumir, pero los grandes agregados macro no acaban de moverse. El motivo es sencillo: la mejora se produce a escala de tarea, no de proceso, y en el cómputo global esa ganancia se diluye.
Conviene recordar que las tecnologías de propósito general siempre irrumpen acompañadas de herramientas genéricas que facilitan su adopción masiva. En internet fue el navegador; en los smartphones, las redes sociales y el acceso perpetuo a la red; en la IA generativa, los chatbots tipo ChatGPT.
Esta puerta de entrada universal produce un fenómeno casi ubicuo en las organizaciones: la llamada shadow AI. Usamos estas herramientas por iniciativa propia para ser más rápidos y mejores en tareas concretas —escritura, resúmenes, traducciones, búsquedas, esbozos de informes—.
Esta puerta de entrada universal produce un fenómeno casi ubicuo en las organizaciones: la llamada shadow AI
Hay valor ahí, sin duda, pero un valor difícil de medir en términos de productividad agregada, salvo en tareas cuyo uso es intensivo (consultoría, traducción, programación). En los casos más habituales, su uso no revierte en un impacto medible en términos de productividad.
La historia cambia cuando esa capa genérica se inserta en flujos de trabajo automatizados. Plataformas como Make o Zapier permiten encadenar tareas: captar un lead en HubSpot, generar un correo personalizado con IA, programar el seguimiento, registrar la interacción en una hoja de cálculo y alimentar una pequeña web o registrarlo en una hoja de cálculo. Pasamos de tareas individuales a procesos orquestados. Ahí sí aparece un incremento de productividad más visible.
Estamos atados al dominio de la IA.
Los dos extremos
De la mejora incremental a la transformación
Aquí aparece el nudo gordiano. Para que una tecnología genérica de alto potencial transformador, lo materialice y su efecto se visualice en las estadísticas de productividad, deben transformarse las estructuras organizativas y ello requiere un esfuerzo proactivo por parte de la organización.
Tenemos, pues, dos extremos. En un extremo está el uso de herramientas genéricas (o ligeramente especializadas). Amplían la capacidad humana, pero exigen supervisión y, por tanto, están limitadas por un recurso escaso: nuestro tiempo y atención. Todos tenemos 24 horas y, por lo tanto, un número finito de tareas que podemos revisar, corregir y validar. El multiplicador de productividad existe —es real—, pero topa con el techo de la supervisión.
Ya no hablamos de aumentar las capacidades personales, sino de automatizar (o con intervención mínima y ex post)
En el otro extremo está la restructuración de procesos y su automatización. Ya no hablamos de aumentar las capacidades personales, sino de automatizar (o con intervención mínima y ex post). Aquí el multiplicador de productividad es muy superior, porque dejamos de estar atados a los límites de la atención humana.
Entre ambos extremos existe un territorio intermedio —a menudo el más fértil— en el que una tarea crítica del proceso se automatiza y libera horas, calidad y consistencia. Esa “pieza” reconfigurada empuja al resto del flujo a adaptarse y abre la puerta a nuevas iteraciones de automatización.
El futuro que está por venir
La clave es la innovación
Un ejemplo claro de ese territorio intermedio lo ofrece Engel & Völkers, referente inmobiliario global. Durante años, sus agentes elaboraron manualmente el exposé: una ficha completa del inmueble con descripción, fotografías, planos en varios idiomas.
Con la llegada de ChatGPT muchos agentes empezaron a apoyarse en él de forma informal —shadow AI— para agilizar redacciones. Pocos meses después, la compañía decidió automatizar el proceso: creó una aplicación interna en la que el agente sube fotos, planos, datos de localización y selecciona los idiomas; el sistema genera el dossier completo: “Lo que antes podía tardar horas, ahora lo hacemos en minutos”. No es “usar IA”: es transformar la organización, los circuitos, su velocidad y su necesidad de atención.
Los modelos de lenguaje están demostrando que pueden navegar esa complejidad con fluidez, mantener conversaciones empáticas, operar en el idioma del cliente y sostener la interacción tanto como sea necesario
El ejemplo más radical lo encontramos en T-Mobile (Estados Unidos), que está trasladando gran parte de su atención al cliente —venta y canje de terminales— a IA generativa de voz en tiempo real (GPT-5 real-time). Es un entorno intrincado: planes comerciales que se solapan, terminales de generaciones distintas, programas de puntos heredados… Un mosaico complejo para un operador humano.
Sin embargo, los modelos de lenguaje están demostrando que pueden navegar esa complejidad con fluidez, mantener conversaciones empáticas, operar en el idioma del cliente y sostener la interacción tanto como sea necesario. Aquí ya no reforzamos un equipo humano; redefinimos el propio departamento: roles, turnos, métricas, hand-offs, todo.
Jensen Huang, CEO de Nvidia.
El elemento fundamental aquí es la innovación. Algo que podríamos desglosar en tres factores: novedad, adopción e impacto.
- Las herramientas genéricas puntúan muy alto en novedad y adopción: todo el mundo puede usarlas, rápido y barato. Pero su impacto diferencial es limitado, porque cualquiera puede replicarlas; la ventaja se evapora.
- Cuando pasamos a automatizar tareas o replantear procesos enteros, el impacto se multiplica y, sobre todo, se vuelve difícil de imitar, convirtiéndose en una ventaja competitiva. Esa es la diferencia entre “usar IA” y transformar con IA.
En términos prácticos: la productividad que vemos o no vemos depende del grado de automatización y reconfiguración organizativa.
Y aquí conviene añadir una observación sobre cómo nace y madura ese impacto. La adopción en la sombra es un semillero: nos enseña qué es posible y dónde están las oportunidades. El siguiente paso no es censurarla, sino canalizarla: recoger esos aprendizajes, estandarizarlos en workflows y especialmente automatizar, redefiniendo y transformando la organización.
”¿Están fracasando los proyectos de IA?” La respuesta depende del ángulo desde el que miremos
Todo esto nos devuelve inevitablemente a la pregunta inicial. ”¿Están fracasando los proyectos de IA?” La respuesta depende del ángulo desde el que miremos. Si ponemos el foco en los pilotos aislados, en las tareas individuales o en las expectativas desbordadas, parecerá que sí: el retorno no está ahí.
Pero si observamos los mejores casos, aquellos que ya están automatizando funciones críticas, los que han sabido replantear departamentos enteros o los que convierten los modelos en infraestructuras sobre las que se construyen nuevos servicios, la conclusión es distinta.
Por eso, la tesis no puede ser simplemente “usar más IA”, sino adoptarla como elemento transformador. Es en ese momento, cuando la tecnología reconfigura procesos y redefine estructuras, cuando su efecto se hará visible en la productividad.
No se trata de sumar una herramienta más, sino de aceptar que estamos ante un proceso de adopción social que modificará qué entendemos por organización, cuáles son sus mejores prácticas y cómo medimos su éxito.
Este proceso no será para nada homogéneo ni avanzará a la misma velocidad en todas partes. Algunos sectores lo abrazarán con rapidez; otros, con cautela; otros simplemente llegarán tarde. Y en esa diferencia de ritmos es donde nacerán las oportunidades: ventanas de ventaja competitiva para quienes sepan moverse antes y mejor.
La cuestión, en última instancia, no es si la IA fracasará o triunfará, porque su destino parece claro. La verdadera pregunta es otra, más directa y más incómoda: ¿será tu organización una de las que logre aprovecharla a tiempo?
Esteve Almirall es full professor de ESADE y director del Center for Innovation in Cities. Es doctor en Management Sciences (ESADE) y Master & DEA en IA (UPC), y se ha diplomado en Marketing por la UC Berkeley y GCPCL por la Harvard Business School. Ha dedicado su carrera a las tecnologías de la información, especialmente en consultoría, banca y finanzas, donde trabajó durante más de 20 años.





