Solo nos acordamos de la salud cuando la perdemos. “Bravo, has atrapado todos los virus que circulan por Barcelona”, me felicita el médico. Yo lo oigo desde la neblina febril, entre escalofríos. Antes de llegar a su consulta, había peregrinado de farmacia en farmacia, probando remedios como un conejillo de Indias. Sobres, jarabes, caramelos. Todo muy beneficioso para la industria farmacéutica, aunque no tanto para mí. Compras un poco de fe, creyendo que quizá no caerás del todo, que tu cuerpo saldrá victorioso del próximo asalto. Hasta que el autoengaño se agota y aceptas la derrota, antibióticos en mano, como un salvoconducto para cruzar “los páramos y desiertos del alma que desvela un acceso de gripe”, en palabras de Virginia Woolf, quien se preguntaba por qué la enfermedad no era considerada, en su época, un tema literario.

Pocos escritores han sido más sensibles a estas calamidades cotidianas que Gustave Flaubert. No solo escribió Madame Bovary, sino que convirtió su historial clínico en un género propio. Sus cartas están repletas de crónicas médicas en primera persona, a menudo más extensas que sus reflexiones sobre literatura. Estoy enfermo, sentenciaba con la solemnidad de un acta notarial. He pasado la noche tosiendo como un perro, el dolor de cabeza es insoportable, mis extremidades han dejado de pertenecerme. Su pluma transformaba un resfriado en un drama shakespeariano, cada malestar en una novela breve sobre el sufrimiento. La épica la ponía él. Porque no se conformaba con la queja: diseccionaba cada enfermedad con la misma minuciosidad con la que describía los paisajes de Normandía.
Describir el dolor con coherencia es una tarea ardua que conlleva una soledad particular
La enfermedad derriba el cuerpo y el lenguaje no sale indemne: las palabras se diluyen, la sintaxis se tambalea. Describir el dolor con coherencia es una tarea ardua que conlleva una soledad particular. Tal vez ese fuera el reto que se impuso Flaubert, obsesionado con la “palabra justa”, incluso cuando las fuerzas flaqueaban. O quizá no quería desaprovechar la oportunidad de descubrir algo nuevo en ese estado de vulnerabilidad. En un mundo que nos exige movimiento constante, la gripe nos concede —a su manera congestionada e irritante— el derecho a detenernos, a cerrar los ojos y a divagar con la fiebre como aliada.