Los más hedonistas de la generación que ahora tiene entre setenta y ochenta años han sobrevivido a muchas noches de humo y copas, a muchos días de vino y rosas. Visto desde el actual planeta zombi, enteramente ocupado en encajar noticias impactantes que van desde los desastres climáticos hasta los estrambóticos avances de la IA, esta generación que hace décadas cerraba todos los bares bien podría ser la última que vivió la vida con una intensidad emocional, intelectual y creativa de alto voltaje. Paraísos los hay de muchos tipos, el suyo era muy terrenal: lejos de las actuales y deshumanizadoras adicciones al píxel, aquel era un paraíso apasionadamente humano: alcohol, libros, música y mucho pensamiento iconoclasta. Su gente estaba poco interesada en los sueños que ahora parece acariciar el transhumanismo, desde el antiaging con aspiraciones a la vida eterna hasta la terraformación de Marte.

A finales de los ochenta conocí a muchos de los que habían habitado (el verbo frecuentar se queda corto) el legendario Mesón de Sant Cugat en la época en que Gabriel Ferrater dilataba allí sus clases hasta el amanecer. No aspiraban a vivir doscientos años ni a convertirse en marcianos. Tampoco habrían pagado un duro por viajar en el Blue Origin para ver la Tierra desde lejos: su mayor deseo era verla muy de cerca. Tampoco apreciaban los riesgos de la aventura extrema: les bastaba con arriesgar la longevidad a base de cigarrillos. La esclavitud del momento siguiente, como la conocemos ahora, no les concernía: tenían una extraña habilidad para suspender el tiempo.
Unos se mataban a fuego lento, otros apenas nos intoxicábamos
Unos se mataban a fuego lento, otros apenas nos intoxicábamos. Yo nunca bebí en exceso (por aquel entonces descubrí, muy a mi pesar, que no estaba dotada para el vicio). Aun así, aprendí allí que perder el tiempo es ganarlo cuando lo pierdes con según quién. También aprendí que morir no es tan grave cuando cada año vivido intensamente vale por tres. Esos antros mágicos, heterodoxos e interclasistas donde la imaginación y el ingenio salían de la jaula y se derramaban a raudales sobre las mesas no eran exclusivos de las grandes ciudades, aunque es cierto que los más emblemáticos congregaban a un público urbano.
Pienso en ello tras ver con nostalgia un documental sobre la sala Zeleste. Hablan los supervivientes. Me hace gracia la periodista Rosana Torres: “Y además, bebíamos muy bien”, afirma. Y por si algún puritano adicto a la profilaxis ha entendido que bebían con moderación, se apresura a aclarar: “Quiero decir que nunca bebimos de garrafa”.