Cuando yo era niño, el calor se asumía con resignación. Quizás servía a los mayores para conversar con los vecinos, después de cenar, sentados en la calle. “Qué bochorno, ¿verdad?”. “¡No habrá quien duerma esta noche!”. “¡Suerte que estamos de vacaciones!”, decían los que las hacían (nota: no todos; mi padre nunca hizo vacaciones). Esto era antes: fatalismo y abdicación. Se daba por sentado que las cosas son como son. Era el realismo sumiso de la generación de los que vivieron la guerra o la posguerra. Acostumbrados al infortunio, no cuestionaban nada: conocían el precio de la rebelión.

Muchos de ellos pasaron hambre. Vieron morir a vecinos o parientes por cualquier bagatela ideológica. Raramente se quejaban. Conocían el valor del silencio: un pasaporte imprescindible para ir por la vida. ¿Prohibían la lengua, censuraban las películas, les apabullaban en cualquier ventanilla pública? Inclinaban la cabeza. ¿Hacía calor? Lo soportaban. Sin haber leído a Epicteto o a Marco Aurelio, eran estoicos.
El calor actual suscita tres variantes del malestar: temperatura, mensaje y lamento
El calor actual suscita tres variantes del malestar. Por un lado, está el bochorno propiamente dicho. Llegamos a menudo a los 40 grados. Atravesar las calles urbanas es una proeza. “El sol es un martillo en las calles vacías”, escribía Pere Gimferrer en una sección del libro L’espai desert. Una metáfora precisa.
El segundo malestar del calor es el mensaje que lleva incorporado: el cambio climático. Un dolor impreciso, de base científica, pero de vivencia ideológica plural, puesto que una parte de la sociedad no se lo cree. En la migraña del cambio climático se mezclan el sentimiento de culpa y el horror anticipado: “¿Qué mundo estamos dejando a nuestros nietos?”. Dolor de cabeza martilleante y migraña histórica.
Los calores también han desatado el lamento: este es el tercer malestar. La resignación no está de moda, como no lo está el sufrimiento o la contención. Crecida entre almohadas, la gente actual cree que debe tenerlo todo pagado. Todo resuelto. Cualquier impedimento nos indigna. Cualquier dificultad nos enerva. Cuando hace calor nos revolvemos, enojados, y lanzamos improperios al sol, el cual, desde el cielo, nos contempla, indiferente, y nos aplasta con sus dedos de fuego.