Cuando empezaba a escribir columnas en los periódicos, me recomendaron leer los artículos de G.K. Chesterton, del que solo conocía las novelas. Entonces no estaban publicados y, por suerte, Jaume Vallcorba y Sandra Ollo los compilaron en el catálogo de Acantilado. Fue una buena recomendación: desde entonces Chesterton es una referencia que, cuando la actualidad y la marea de opiniones se desbordan, me orienta hacia el ejemplo de un criterio, un oficio y un talento –Sagarra, Pla, Polo, Camba, Ugrešić, Monzó, Espinàs y tantos otros– que trascienden la rabiosa volatilidad del día a día.

En el caso de Chesterton, el criterio es una inteligencia que, con la coartada de argumentar desde cierta erudición y densidad moral, no puede disimular el gusto por la discrepancia, que es la droga dura de los columnistas. En eso pienso mientras veo cómo, a las ocho de la mañana, en el paseo de la Ribera de Sitges, un perro sin correa (su dueño mira el móvil) mea alegremente a los pies del monolito que celebra el vínculo de Chesterton con Sitges.
El monumento incluye un retrato enmarcado por un medallón de bronce que, en 1976, la ciudad le dedicó con la inscripción: “A G.K. Chesterton, enamorado de Sitges cuyas primaveras honró con su noble presencia”. La expresión del Chesterton de bronce es de cabreo latente, como si estuviera a punto de entrar en erupción con uno de esos discursos que tanto aplaudieron sus admiradores (en Catalunya: Soldevila, Planas, Utrillo, Sagarra, Romeva, Carbonell o Junoy, que, en una crónica, describe su corpulencia como “mole paquidérmica”).
Cuando la actualidad y la marea de opiniones se desbordan, Chesterton es una referencia
Hay dos estancias de Chesterton, documentadas, en Sitges: la primera, en 1926, invitado por el PEN Club (cenó en el hotel Subur, uno de los primeros construidos exclusivamente para turistas) y la segunda en 1935 (volvió al Subur para, según los expertos, pasar allí unas “several happy weeks”).
La leyenda sostiene que, en este segundo viaje –un año antes de morir–, Chesterton afirmó que Sitges era “el pueblo más tranquilo y aseado del mundo”. Primicia: ya no lo es. La prueba es que, hace poco, hablando de la suciedad de las calles y la dejadez individual y colectiva, un columnista de L’Eco de Sitges proponía hermanar el pueblo con nuestra Barcelona-Can Pixa y rebautizarla como Can Porqueria.