Como vemos estos días con la inteligencia artificial, todo nuevo invento se enfrenta a una fuerte inercia de la costumbre establecida. Treinta años antes de que yo empezara a volar sobre el Atlántico varias veces al año, mis padres viajaron en barco a América durante diez días de ida y diez de vuelta; fue tal el impacto de los coches, los electrodomésticos, los televisores que nunca lo asimilaron, como ya conté en mi libro En busca de Nuncajamás.
A su regreso, nos movíamos por Barcelona en una Vespa: mi padre y mi madre sentados en el lomo, mi hermano menor entre los dos, y yo de pie delante, agarrado al manillar con los brazos de mi padre como barandillas; sin cascos, claro. En aquella época, para conservar la comida había que comprar barras de hielo que se machacaban en una caja de madera. Para calentarse se utilizaba un brasero con cenizas al que había que acercar los pies.
Nunca vi a ninguno de mis dos abuelos hablando por teléfono. Ni el obrero de fábrica ni el campesino convertido en tendero. Ninguno de los dos podía creer que hubiera alguien hablando desde la distancia a través de ese aparato. No podían entenderlo ni querían saberlo. Solo mis dos abuelas mantenían a la familia conectada.
Cuando llegó la televisión, un solo canal en blanco y negro, mis padres nunca acertaban a encontrar el momento de apagarla; la tenían encendida hasta las doce de la noche, cuando se acababa la programación.
Cuando yo era estudiante universitario, estaba prohibido usar calculadoras en los exámenes. Querían comprobar si éramos capaces de hacer con nuestro cerebro lo mismo que haría una maquinita.
Cuando aparecieron ChatGPT y sus competidores, volvió a cundir el pasmo
Mi padre, un hombre hecho a sí mismo que se convirtió en ingeniero técnico, era muy rápido y hábil con problemas matemáticos y cálculos mentales; le gustaba leer mapas y era buen dibujante. Sin embargo, cuando en la década de 1990 se difundió el vídeo para grabar películas de la televisión, él nunca aprendió a utilizarlo, y mucho menos a programarlo con unas horas o días de antelación.
Por su 70 cumpleaños, sus hijos le regalamos un ordenador. Se lo instalamos y le enseñamos a comunicarse con cada uno de nosotros por correo electrónico; una forma de estar más en contacto con aquellos que pasábamos algunas temporadas lejos, le dijimos. Yo envié y recibí algunos mensajes desde su ordenador. Pero él nunca lo usó. No sabía cómo creer que fuera posible una comunicación lejana e instantánea sin oír la voz o ver la cara de la otra persona. Así que seguimos escribiendo cartas en papel y enviándolas en sobres con sellos. Algunas de ellas se conservaron, lo que quizá no habría sido el caso con los correos electrónicos, es cierto. Pero nuestra comunicación paternofilial no mejoró mucho.
En los años ochenta, a veces elucubrábamos con los amigos: ¿Te imaginas tener una pantalla en la pared de tu casa con todas las películas, libros y música que se han creado a lo largo de la historia? No tardamos mucho en depender de los ordenadores, internet, los teléfonos móviles, la televisión por cable y las plataformas en línea para tales maravillosos objetivos.
Poco a poco, fueron desapareciendo las vespas, las neveras de hielo, los braseros y las mesas camillas, los discos de vinilo, los cobradores de autobús, las taquilleras del metro, los gasolineros, las mecanógrafas con papel carbón, las colas a la entrada del cine, las cabinas telefónicas, las agencias de viajes, los mapas de carreteras, los teléfonos fijos y las esperas ante las ventanillas de los bancos para sacar cuatro duros.
Cuando aparecieron los primeros artilugios de IA que cualquiera puede usar, como ChatGPT y sus competidores, volvió a cundir el pasmo. Algunos comentaristas que habían visto demasiadas películas profetizaron un desempleo masivo, la quiebra de la educación, el dominio de las noticias falsas, el hundimiento de la democracia y el fin de la historia humana.
El economista John M. Keynes predijo que sus nietos trabajarían solo 15 horas a la semana; seguramente era un cálculo correcto para vivir como en su época, pero hemos seguido trabajando muchas horas para vivir mucho mejor. Cuando salieron los ordenadores, algunos preguntaban: “¿Trabajas menos ahora?”. La respuesta era: “No, trabajo las mismas horas, pero el resultado es superior”. Cabe esperar que ocurra algo parecido con la inteligencia artificial.
