En un cumpleaños alguien empieza a hablar de Gaza y acaba con la fiesta. Así estamos. La Gran Contradicción cae sobre las cabezas y los corazones de los invitados. La cumpleañera, por suerte, mantiene la inocencia en un corrillo alejado. Pero nuestras manos sostienen ahora las copas de vino como petrificadas, los canapés bajan a duras penas por las gargantas secas y lógicamente da vergüenza mirar la fuente de daditos de quesos variados.

Seguimos en la fiesta como pollos sin cabeza, sin saber ya qué hacer, qué decir, imposible bailar. Suenan palabras confusas con tristeza, impotencia, ira o miedo. Porque esta locura sangrienta mundial ya da mucho miedo. Las frases quedan inacabadas, no hay conclusiones posibles en esta fiesta muerta. La copa de vino te muerde la mano mientras hablas de si firmar por la paz aquí o allá, de participar o no en un vídeo, o mejor en una acción callejera, de no hacer nada, poco o mucho, qué lío, y por qué apoyar esta iniciativa y no la otra, y quién es capaz de subirse a una flotilla. Al final, las personas –menos ese 8% de psicópatas, al parecer– somos animalitos empáticos que sentimos el dolor del otro al verlo. Este de Gaza lo estamos viendo tanto. Cada una reacciona como puede. Y ahora ni sabes qué hacer contigo misma, atragantada en una conversación imposible.
En Gaza hay jóvenes que hacen pan para familias que están un poco peor que ellos
Hay gente muy capaz que está dedicando su tiempo a ayudar, cómo se le ocurre. Una compañera, por ejemplo, colabora con un grupo solidario, De Gaza al Mundo, que se las arregla para mandar ayuda a 37 familias palestinas. También tratan de evacuar a quien pueden. Mi amiga ha cruzado una puerta de difícil retorno: habla todos los días con una estudiante gazatí a la que intenta traer a España con una beca. “Lloro a menudo y en mi casa están preocupados, pero es que Hanan me cuenta los bombardeos, las balas que oye en su edificio, y yo ya siento que la acompaño cada día a esquivar la muerte; estoy allí y aquí, completamente desdoblada”, dice.
Y me cuenta que dentro de Gaza hay jóvenes que se organizan para conseguir agua o hacer pan para familias que están un poco peor que ellos. Pequeñas acciones de la gente, que recuerdan aquella imagen de las lucecitas del mundo de El libro de los abrazos, de Eduardo Galeano. Aquel “mar de fueguitos” que es también la humanidad, inevitablemente.