La intención no era recolectar setas y quizá por eso no las veíamos. No mirábamos. No mirábamos bien, quiero decir. No habíamos dormido mucho, y eso seguro que no ayudaba. Subíamos montaña arriba, a ratos hablando, a ratos riendo, a ratos cada uno sumergido en sus pensamientos, con la cabeza tan arriba, en el séptimo o en el octavo piso, en el ático, con las ventanas como espejos, reflejando para dentro, que nuestros ojos pasaban por encima de las cosas, por encima de las piedras, el camino, los matorrales, las hierbas, sin tocarlas. Sin ver ni la mitad, ¿qué digo, la mitad?, ni una octava parte debimos de ver de todo lo que había para ver en aquel trozo de bosque.
Se nos derramó la cantimplora, nos detuvimos, nos agachamos, vaciamos la mochila, peritamos el desastre, escurrimos los calcetines de recambio, y seguimos, y ni de rodillas en el suelo, discernimos los sombreros marrones y los pies amarillos entre la hojarasca y el musgo.
Estaba plagado de ‘camagrocs’; y los ojos, una vez lo entendieron, no dejaban de percibirlos
A medio camino, nos saludó una camarada excursionista que bajaba orgullosa con una bolsa de camagrocs y pensé, admirada, ¡qué deliciosa tortilla va a hacerse, qué arroz de montaña más delicioso le espera! Me pinchó la envidia, pero seguí andando como si la cosa no fuera conmigo. Sin enfocar la mirada, demasiado distraída, demasiado disparada. No fue hasta que la vejiga pidió imperiosamente un rincón íntimo para mear, que nos dimos cuenta de que el bosque estaba lleno de buscadores de setas. Aparecía uno repentinamente tras ese árbol, nos llegaba el grito de otro un poco más arriba, nos visitaba el perro de un tercero a medio bajarnos los pantalones. Y entonces, finalmente y gracias a Dios, se nos ocurrió mirar el suelo con conciencia.
La diferencia en el gesto es diminuta; en las consecuencias, abismal. Y voilà!, como una magia, fue mirar, y ver. Estaba plagado de camagrocs. Y los ojos, una vez lo entendieron, una vez aprendieron, ya no podían dejar de percibirlos. Sin tregua. Puñados, montones. Íbamos a gatas por el sotobosque, molestando a las arañas, dejando que una colonia nos llevara a la siguiente.
¿Lo más impactante? Estábamos recorriendo el mismo camino que habíamos hecho hasta allí, y encontrábamos asentamientos enteros de setas a metro y medio del rastro antiguo de nuestros pasos ciegos.
