No tengo linterna

“No tengo linterna”, fue lo primero que me dijo mi vecina a las nueve de la noche cuando le abrí la puerta. “En el móvil”, me clarificó enseguida. A veces entra a oscuras en su casa y le gusta utilizarla, pero ahora, de repente, el móvil no tiene linterna, se le ha perdido dentro del teléfono, no sabe cómo ha sido.

Mi vecina vive sola y tiene los suficientes años como para que yo aún me sienta joven. La hago pasar. Busco la linterna en el aparato y no está. Trato de bajar una aplicación, pero no tiene Play Store. Se lo bajo. Me pide un correo. Mi vecina no tiene correo. Es una señora que aún añora cuando iba al banco y la tranquilizaba el ruido de la libreta al pasar por la máquina mientras un ser humano la atendía. Su móvil nunca se apaga porque es cierto que tiene un PIN y un PUK, pero son como sus nietos: ni los recuerda.

Photo taken in Palma, Spain

  

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Decido utilizar mi correo para bajarle la aplicación y, ¡zas!, ya tiene linterna. Me da mil gracias y nos despedimos. Al rato me telefonea. Diez y media de la noche. “Algo no va bien”, amenaza. “Entre nosotros”, canturreo por dentro. Todos mis contactos están en su teléfono. También mis fotos. Creo que he hecho mío su móvil. Cuelgo y borro mi correo de su aparato. Solucionado. Al rato, llama a mi puerta.

Entre nosotros media una guerra civil, otra mundial y la mitad de la discografía de los Beatles

Cuando abro, enfoca la linterna de su móvil a mis ojos porque le he borrado todos las fotos y contactos, y ha pasado de no tener linterna a no tener amigas, familia ni recuerdos. Lo compruebo y está en lo cierto. Deshago el camino con su móvil y con el mío. Me anulo, me desligo, me borro, me disuelvo. Es medianoche cuando sus contactos aparecen y puede ver sus dichosas fotos. Le creo un correo electrónico. Apuntamos en un papel la contraseña. Le divierte su nombre y apellidos, la @ y el punto com.

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Por cierto, ha estado mirando mis conversaciones y cree que debería hablar más con mi madre, que la última conversación es de hace semanas. No contesto. Aquello ya es incómodo: en pijama, de madrugada, y aunque entre nosotros media una guerra civil, otra mundial y media discografía de los Beatles, somos una mujer y un hombre, al fin y al cabo. Controlamos a la bestia y a la una de la madrugada, cada uno está en su cama, con sus contactos y sus fotos. A las tres, vuelve el teléfono. Sí, es ella: “Ahora no tengo YouTube”.

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