Hoy les traigo tres historias que, aunque parecen hablar de la muerte, en realidad son tres maneras de seguir vivos.
Y aprovecho para agradecerles algo: la calidad de los comentarios que dejan cada semana.
Son, de verdad, lo que le da sentido a seguir escribiendo.
Morirse no es tan grave, pero sí muy aburrido
Le preguntaba Francino a Rosalía este miércoles si tenía miedo a la muerte y ella contestaba que a lo que tenía miedo era a la vida. A vivir una vida mal.
Cada generación trata de descifrar la manera de hacer las paces con la muerte. Lo más humano es siempre tratar de negarla, evitar pensar en ella. Escuchar a Rosalía diciendo que no teme morir sino vivir una vida que no quiere, resulta osado, incluso provocador para el resto.
Nosotros no la negamos rezando ni escribiendo canciones. La negamos haciendo scroll, planificando viajes, acumulando experiencias que nos distraigan del vértigo. No queremos morirnos, pero tampoco queremos parar, y si somos sinceros, a ratos no sabemos qué hacer con tanta vida.
La realidad es que morirse -cuando toca y nunca antes de hora- no es tan grave. O eso quiero pensar. Lo grave es ser un actor secundario en tu propia vida. El día después de irnos no sentiremos nada malo, pero cada día que nos levantamos en la vida de alguien que no reconocemos, duele.
Hoy no morimos del todo. Nos quedamos flotando en los chats, en las fotos del carrete de nuestro móvil, en los vídeos donde todavía reímos y que nadie querrá borrar nunca. La memoria ya no es un altar: es una nube digital que nunca se borra. Por eso, para ser inmortales, lo más importante es aquello que hacemos cuando estamos entre los vivos. Si me permiten un consejo a los que no les gusta que les echen fotos, inténtenlo, algún día alguien las va a necesitar y se lo va a agradecer.
Lo aburrido, lo verdaderamente insoportable, sería no poder volver a sentir todo eso que nos recuerda que estamos vivos:
Ver a tu equipo remontar en el 94.
O a tu futbolista favorito desafiando la gravedad.
Emocionarte con un nuevo disco de Rosalía.
El abrazo de tus padres.
Las risas con tu hermano y amigos.
Una película que te sacude.
Un viaje que no esperabas.
Una conversación que te cambia por dentro.
Morirse no es tan grave. Lo aburrido sería no poder decirte que te quiero una vez más, Sandra.
Vivir es eso: seguir apostando por el imprevisto.
Por la curiosidad y el misterio, o por lo que no sabes si saldrá bien.
Vivir es arriesgarse a sentir.
A llorar cuando algo te duele,
a decir ‘te quiero’ porque sí,
a reírte cuando todo parece una tragedia.
No sé si hay algo después. Pero sí sé que, mientras tanto, hay algo antes: nosotros. Y eso ya es suficiente misterio como para aprovecharlo. O al menos, para intentarlo.
El sakura es bello porque es breve. La estética japonesa lo usa para expresar que lo valioso no es lo que dura, sino lo que pasa.
Hipotecas más allá de la vida
Y si hablamos de la poca gravedad de morirse, el sábado pasado Donald Trump vino a constatarlo.
Bill Pulte, de la Agencia de Financiación de Vivienda de EE.UU. se presentó en el club de golf de Palm Beach de Donald Trump con un cartón pluma. En el cartel había una imagen de Franklin Roosevelt asociada a la “hipoteca a 30 años” y otra de Trump vinculada a la “hipoteca a 50 años”. En la parte superior, un gran titular proclamaba: “Grandes presidentes de Estados Unidos”. Al parecer, Trump tuvo un flechazo con la idea de las hipotecas a 50 años y en ese mismo momento colgó la imagen en las redes sociales. Es indudable que morirse ya no sirve ni para poner un punto y final. Nuestras obligaciones financieras ya pueden trascendernos. Acompañarnos incluso en el más allá. ¿Qué es una vida para pagar una casa si la puedes pagar en dos?
La idea no es nueva, Japón la probó en el pasado y Boris Johnson estuvo pensando en introducir el concepto de hipoteca multigeneracional donde los que viniesen detrás siguiesen pagando.
Más allá de las consideraciones que cada uno pueda hacer económicas de la medida -el mismo Trump rebajó expectativas solo 48 horas después- lo interesante es ver cómo aquella idea futurista que escribí hace un par de semanas empieza a dibujarse. La vivienda por suscripción quiere abrirse paso. Un acceso permanente a algo que no es del todo tuyo ni del banco. Un pago de por vida por algo que nunca podrás sentir como tuyo.
Y sin embargo, Trump propuso, quizá sin quererlo, una idea inquietantemente interesante… que morirse solo es un paréntesis administrativo. Un punto y seguido en la relación con tu banco y tus obligaciones adultas. Una breve pausa para recargar energías antes de la segunda parte de la misión: seguir pagando la hipoteca desde el más allá.
Me pregunto si en esta segunda parte tendré que preocuparme por las derramas o si el Euribor sube o no. En ese caso, seguiré suscrito a La Vanguardia para estar al tanto de todo aquello que pueda afectar mi capacidad de pago. ¿Cómo será el acceso a la app de mi banco para ver cuántas cuotas me quedan por pagar? El Face ID no me reconoce. Normal: estoy muerto.
Y sinceramente: acepto el trato. No me importa pagar una casa durante dos vidas si a cambio puedo seguir disfrutando de lo que me hace sentir vivo en esta primera. Si una vez muerto puedo seguir probando restaurantes asiáticos en Barcelona, jugando los nuevos videojuegos o celebrando los goles de mi equipo desde alguna grada celestial, firmo donde haga falta.
De hecho, subo la apuesta: estoy dispuesto a pagar una casa durante tres, cuatro, cinco o diez vidas…si eso me permite seguir viviendo —aunque sea desde el más allá— lo que todavía quiero vivir aquí.
No sé si hay algo después. Pero sí sé que, mientras tanto, hay algo antes: nosotros
La muerte más peligrosa de todas
Y si hablamos de muertes, quizá la más decisiva no sea la biológica, sino la de la clase media. Su paulatina desaparición ha tensado nuestra sociedad hasta este clímax de zozobra generalizada. En una interesantísima columna de esta semana, Lola García —directora adjunta de La Vanguardia— titulada “¿Por qué ganan los radicales?”, explicaba cómo los discursos extremos se han adueñado de la conversación pública.
Una de las respuestas al virus de la radicalidad empieza a aparecer en unos datos que esta semana circularon con fuerza en redes y foros. Según la Reserva Federal de Estados Unidos, por primera vez en la historia, el 1% más rico posee más riqueza que toda la clase media junta.
“Clase media” suena a concepto sociológico antiguo. Pero cuando desaparece, se nota. Era la clase que sostenía el optimismo, la estabilidad, la sensación colectiva de que el futuro —con esfuerzo— podía ser mejor. Una ficción útil, sí. Pero una ficción que, mal que bien, vertebraba sociedades enteras.
Si esa base se hunde, el clima emocional de un país también. La clase media era el amortiguador emocional de la democracia. Cuando desaparece, el coche sigue funcionando pero cada bache es peligro de accidente. Si la ficción de la clase media colapsa, se construye a toda prisa una ficción nueva, casi siempre más radical.
La moderación es un privilegio emocional. Requiere una condición previa: poblaciones tranquilas. Ciudadanos que se permiten ser prudentes porque la vida, sin ser perfecta, no va mal. Ciudadanos que pueden enfadarse, pero no demasiado. Protestar, pero sin romper nada.
Pero cuando millones sienten que todo es frágil, que trabajan igual o más para vivir peor, que el ascensor social ya no sube, la moderación deja de ser una opción emocional y la política visible —la de la televisión, el tuit y los platós— lejos de corregirlo, lo amplifica.
Y en este estado de zozobra llegan los fenómenos que hoy arrasan: la xenofobia, el regreso de Dios, la masculinidad herida, los criptobros… Todos hijos del mismo gen: la ficción de país que nos ha ayudado a generar tanto progreso se está reescribiendo.
Los políticos influyen, pero no son ellos quienes generan la radicalidad. Son, más bien, excelentes cazadores de tendencias. Olfatean el miedo, lo empaquetan y lo devuelven al público con un enemigo señalado. A pesar de lo que solemos pensar, si los políticos hablan radical es porque la población está en modo radical. En la eterna pregunta de qué va primero, el huevo o la gallina, el desasosiego social es el huevo.
Si queremos que el volumen social baje, que los discursos vuelvan a ser razonables, que la conversación pública deje de ser un campo de batalla, no basta con pedir “moderación”.
Primero la economía. Luego el clima social.
Lo demás es pedir calma en mitad de un incendio.