Hoy les traigo tres historias que son tres transformaciones.
La paternidad elegida, la empatía exigida y el capitalismo agotado.
Tres señales de una época que ya no busca heredar el mundo, sino reinventarlo.
Por qué mi generación ha decidido no tener hijos
Al pasar los cuarenta, una pregunta se repite entre quienes no hemos sido padres: ¿He renunciado a esa idea o simplemente ya es tarde?
Durante años he preguntado a muchos padres si se imaginan su vida sin hijos. Nunca nadie me ha dicho que no. Todos aseguran que sí, que podrían no haberlos tenido sin problema alguno y ser felices igual. Y en esas conversaciones he ido entendiendo algo.
Hay hombres que tienen hijos porque quieren compartir amor. Otros, porque no soportan la idea de envejecer solos. Y algunos, simplemente, porque era lo que tocaba.
Yo pensé que algún día me pasaría lo mismo. Que el deseo de ser padre llegaría con la edad, como una llamada biológica. Pero no ha llegado. Y cuanto más amo mi vida, cuanto más sentido encuentro en otras cosas, menos lo espero. A veces me pregunto si me arrepentiré. Pero enseguida se me pasa. A veces me pregunto si me dolerá no tener a quién contarle mis historias, así que espero que al menos sigan ahí para poder contárselas a ustedes.
Sé que en esta columna falta el punto de vista de las mujeres. Y es verdad. Pero estos textos no pretenden hablar de ellas, sino entre nosotros. Porque muchos hombres aún necesitamos entender —sin miedo ni culpa— cuál es nuestro lugar en un mundo que ya no gira a nuestro favor.
Ser padre es un propósito vital.
Uno legítimo, pero no el único.
Quizá vivir una vida llena de opciones ha hecho que muchos hombres entendamos que podemos ser muchas cosas además de padres.
Hasta hace poco, ser padre era fácil. El hombre traía dinero a casa, y los cuidados, la carga mental y la logística recaían en la mujer. Eso permitía ser “buen padre” sin renunciar a casi nada. Pero eso cambió. Y cuando los hombres empezamos a implicarnos de verdad en la crianza, muchos descubrimos lo que habíamos evitado: que ser padre también significa renunciar, reorganizar la vida y perder control.
No es casualidad que el discurso de la conciliación aparezca justo ahora, cuando los hombres ya no podemos delegar. Tampoco que hayamos convertido a las madres y abuelas en heroínas del sacrificio. Era necesario hacerlo para justificar su encierro. Si las íbamos a tener atrapadas en la crianza, al menos debíamos hacerlas sentir especiales por ello. La palabra supermamá da pereza escucharla.
Los hombres, en nuestra obsesión de vivir una vida de trascendencia, tenemos pánico a no dejar huella. Un hijo parece resolver eso: te sobrevive, te justifica (aunque en 3 generaciones nadie se acuerde de que exististe). Pero también hay otras formas de dejar legado: ser una buena persona con el resto, construir algo que inspire o, simplemente, escribir algo que haga pensar a alguien.
Tener hijos, a veces, es una manera de fabricarse propósito. De no enfrentarse al miedo a la soledad o al vacío al envejecer. Cuando ese miedo desaparece, cuando uno encuentra sentido en otras cosas, la idea de tener descendencia deja de parecer urgente.
No tener hijos no es una renuncia. Es una forma distinta de estar en el mundo.
Porque seguramente el verdadero legado no son los hijos que dejas, sino aquello que haces sentir a la gente que quieres.
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854.995 personas creen que ser un depredador sexual no es tan mala idea
Mandani se impuso en Nueva York. La semana pasada hablábamos del discurso basado en la alegría y la esperanza que lo ha llevado al éxito. Hoy me interesa lo contrario: el poder de la indiferencia moral.
854.995 personas votaron por Andrew Cuomo, el candidato que en 2021 tuvo que dimitir como gobernador tras las acusaciones de once mujeres por acoso y agresión sexual. 854.995 personas decidieron que acosar mujeres no era un delito tan grave como para eliminar de la ecuación a un político.
No entraré en ideologías; son irrelevantes cuando hablamos de empatía. Lo que me pregunto es qué pasa por la cabeza de casi un millón de personas que, sabiendo todo eso, deciden votarlo igual. Quizá no votan al político, sino al reflejo de sí mismos. Votar a un hombre así es una forma de perdonarse un poco. De decir: todos tenemos defectos. Como si, al minimizar el abuso de otro, uno pudiera rebajar también el propio reflejo. Cada voto a un hombre así es un permiso para seguir siendo el de siempre.
Entre las once mujeres que denunciaron a Cuomo, una contó que él le metió la mano entre la blusa y el sujetador e intentó besarla. Ella tenía 33 años, él 30 más. “Estaba tan confusa e incómoda que me quedé sin palabras”, dijo. Lo terrible no es solo la escena, sino imaginar que, después de leerla, alguien pensó: bueno, tampoco es para tanto.
La sociedad puede permitirse que exista un mal hombre. Lo peligroso es cuando un millón lo aplauden. Porque eso ya no es una excepción: es cultura.
Mientras comentaba esta idea preparando la cena con mi novia, me dijo: “no sé de qué te extrañas. Para muchísimos hombres seguimos siendo subhumanos”. Y entonces miré los datos: el 85% de las mujeres menores de 30 años votaron contra Cuomo, mientras que la mayoría de hombres blancos mayores de 45 lo apoyaron. Los hombres blancos contra el resto. Parece que la única razón por la que tantos hombres no ven problema en elegir a un depredador sexual es porque, para ellos, las mujeres aún no están a su altura.
Y como hombre me pregunto, ¿qué nos pasa? ¿Por qué seguimos entendiendo el mundo como un escenario donde todo nos pertenece —incluso el perdón? ¿Será que nos aterra aceptar que el poder ya no nos necesita? ¿Por qué estamos tan enfadados? ¿Por qué nos aterra un mundo donde pintemos un poco menos?
Hay algo incómodo en reconocerlo, pero necesario: la empatía se ha vuelto una prueba de madurez.
No es que Cuomo vuelva.
Es que nunca se fue.
Sigue en cada hombre que decide que “no es para tanto”.
Y en cada voto que prefiere la nostalgia antes que la conciencia. Porque esos 854.995 personas no votaron al futuro. Votaron a la extinción.
En el tweet, Lindsey Boylan, primera mujer que denunció las agresiones de Cuomo, celebrando la victoria de Mandani.
El mail del “papa negro” que predijo el apocalipsis
Seguimos en Estados Unidos. Y seguimos en la idea de que los neoyorquinos hayan votado socialismo.
La semana pasada La Vanguardia publicaba, probablemente, el mejor artículo del año. El golpe de Estado de los tecnoautoritarios retrataba con lucidez quién es Peter Thiel: fundador de Palantir, cerebro del capitalismo de vigilancia y, como escribía Ramon Aymerich, ese “papa negro” de Silicon Valley empeñado en levantar un orden católico reaccionario en el corazón del imperio digital.
Thiel puede ser muchas cosas —incluso malvado—, pero también es brillante. Estos días ha salido a la luz un correo que envió a Mark Zuckerberg en enero de 2020. En él advertía que la sociedad americana estaba virando hacia el socialismo. Algo diabólico en el contexto estadounidense. Pero el texto, más que ideológico, es una radiografía del colapso moral del capitalismo.
Thiel escribía a Zuckerberg:
“No propongo que adoptemos sin pensar las actitudes de los millennials, y mucho menos que defendamos el socialismo —yo sería el último en hacerlo—. Pero cuando el 70% de ellos se declara pro-socialista, no basta con tacharlos de ingenuos. Hemos roto el pacto generacional. Si alguien carga con demasiada deuda estudiantil o no puede permitirse una vivienda, termina con capital negativo durante años y le resulta casi imposible acumular patrimonio. Y si uno no tiene ningún interés en el sistema capitalista, tarde o temprano, se vuelve contra él.”
Ese párrafo resume el diagnóstico de la decadencia de nuestro sistema: cuando la propiedad se vuelve inaccesible, la fe en el sistema se disuelve.
En un hilo reciente, el usuario de X,TheProphet, lo resumía con una claridad inquietante:
El capitalismo no fracasa cuando los ricos se hacen más ricos. Fracasa cuando los pobres dejan de creer que pueden unirse a ellos.
Thiel no estaba prediciendo una revolución. Estaba constatando una evidencia: la generación que no pudo comprar el sistema terminará reescribiéndolo.
Porque el capital no desapareció: se volvió etéreo. La propiedad se convirtió en acceso. La oportunidad, en suscripción. Y la libertad, en un término de servicio.
El resultado no es un socialismo ideológico, sino un capitalismo resentido: una economía donde la gente sigue buscando riqueza, pero ya no confía en la estructura que la reparte.
Como en Roma.
Como en Weimar.
Como en cualquier civilización que agotó su propio relato.
La ironía es que Thiel, el máximo exponente del capitalismo inconformista, lo vio primero. Y tenía razón. El futuro no será de los que poseen. Será de los que ya no creen.
La deriva mesiánica de Peter Thiel: fundó PayPal, controla el mundo con Palantir y ahora cree que puede salvarnos del fin del mundo