Muchas personas sienten que su vida se apaga sin remedio. La muerte de las gemelas Alice y Ellen Kessler, iconos del espectáculo europeo, ha reabierto el debate: ¿podemos decidir cuándo y cómo termina nuestra vida? A los 89 años, tras una existencia compartida dentro y fuera de los escenarios, optaron por un suicidio asistido en su casa de Grünwald, cerca de Munich. No hubo violencia, ni urgencia, ni soledad. Fue una decisión meditada y común, amparada en una legislación que, aunque restrictiva, permite en Alemania ciertas formas de ayuda al final de la vida.
No se trata de dos personas desesperadas en un gesto impulsivo, sino de un acto consciente que interpela a la sociedad. Hablamos de la fragilidad del cuerpo, el deterioro, la pérdida de control. Ellas escogieron despedirse juntas.
No es un fenómeno aislado. El debate se ha intensificado en Europa en los últimos años. En Suiza, donde el acompañamiento al suicidio lleva décadas regulado, llegaron a los titulares el caso del millonario británico Peter Smedley o el de la escritora Anne Bert, ambos diagnosticados de enfermedades degenerativas irreversibles.
La experiencia europea en la eutanasia muestra que la regulación suele aportar garantías
En países como Bélgica o los Países Bajos, donde la eutanasia está regulada desde hace años, también hubo casos que marcaron un antes y un después. El de Godelieva de Troyer, una mujer belga que solicitó ayuda para morir tras décadas luchando contra una depresión incurable, abrió un intenso diálogo ético sobre cómo se define el sufrimiento intolerable. Su historia reveló que el derecho a decidir no siempre se sostiene sobre diagnósticos físicos. Puede nacer del desgaste emocional profundo, ese territorio donde la ciencia a menudo se queda corta.
Otros países mantienen posiciones rígidas, temerosos de que la legalización pueda abrir grietas peligrosas. Sin embargo, la experiencia europea muestra que la regulación, lejos de precipitar abusos, suele aportar transparencia, garantías y acompañamiento profesional.
La vida –cuando el sufrimiento o la pérdida de autonomía la desfiguran hasta hacerla irreconocible– también puede vivirse con responsabilidad al escoger su final. Alice y Ellen Kessler lo entendieron así. Su gesto no fue una renuncia.
