Como escribió Lipovetsky en un libro de icónica portada, en los ochenta iniciábamos la era del vacío. Fue entonces cuando empezamos a perder el sentido de la historia y a aligerar cargas del pasado. Los envoltorios se llenaron de palabras que evocaban la necesidad de desprendernos de lastre: free, cero, sin. Hoy, hasta disciplinas que nunca imaginarías sin aspiran a esta amputación indiscriminada. Por ejemplo, la crianza.
Por un amigo, supe ayer de la tendencia llamada “educar sin el no”. “Pon que tu niño está a punto de lanzarse a la calzada y ves llegar un patinete. No digas ‘no’. En su lugar, dices con sosiego: ‘¿Has pensado que tal vez sea mejor parar un momento antes de cruzar la calle?'’’. Mi imaginación se dispara: el niño no ha oído nada (por el tono sosegado) o se ha lanzado a media frase (cinco segundos para pronunciarla contra medio segundo para un limpio no). La tragedia se consuma.
Me dice que no debo pensar así: “Eso es pensamiento negativo. Todo lo más que debes pensar es que haya perdido un pie. Un pie tiene arreglo. Un trauma, en cambio, es para siempre. Además, como madre, tu gesto en favor de la crianza respetuosa hará subir tu autoestima, lo que compensará la desgracia del pie”. Mi amigo es psicólogo, psicólogo en la oposición, digamos. Es el único en su centro que se niega a organizar talleres para padres porque se opone al exceso de sin. Abre una carpeta y leo algunos de los que ha ofertado el Ayuntamiento de su localidad: “Educar sin horarios”, “Educar sin género” y “Educar sin dramas”. A él le han propuesto “Educar sin manipular”. “Y eso es un oxímoron”, dice.
Estoy de acuerdo. Si tomamos como acepción de manipular “ejercer influencia sobre el comportamiento de alguien en beneficio propio”, toda madre o padre digno de tal nombre tiende a influir en beneficio del niño, que, por cierto, acaba redundando en el suyo propio, pues un niño bien manipulado (al igual que un niño bien educado) tenderá a relacionarse saludablemente, lo que proporcionará una gran tranquilidad a quienes le quieren.
Cierto que habrá padres que, como Toni Soprano, intenten influir en sus hijos con fines torticeros, pero es improbable que asistan a ese tipo de talleres. Y si se trata de una manipulación pequeñita, una dulce o irritante manipulación avispada, ¿quién no la quiere en su vida?, ¿quién no la recuerda con cariño por parte de papá o de mamá? Pues lo dicho, allá por los ochenta se inició la era del vacío. Y el vacío sigue vaciándose.
