Hubo un tiempo que hoy nos parece irreal en que Barcelona no le importaba nada a nadie. Ahora que la ciudad es una marca universal que conmueve al mundo y molesta a sus vecinos, convendría recordar que todo tiene un principio.
No vale decir que fueron las Olimpiadas del 92, porque las Olimpiadas del 92 fueron la consecuencia de una ebullición extraordinaria. La ciudad llevaba algún tiempo enloquecida y febril, y la temperatura acabó desbordando el recipiente.
En aquellos tiempos predigitales y asombrosos un tipo salió de l’Hospitalet una mañana temprano y decidió sacudir de arriba abajo, y de derecha a izquierda, toda la gastronomía universal, y también la francesa. Otros individuos que nadie conocía empezaron a imaginar un extraño contubernio al que llamaron Sónar. Las agencias de publicidad de la ciudad, casi sin querer, se convirtieron en las mejores del mundo conocido; no se ha vuelto a producir televisión como la que emitía entonces sin cortapisas la del número 3, y algunos energúmenos con hombreras diseñaron bares y discotecas que circulaban por todas las revistas del universo como ejemplos de una nueva religión. Hacía años que la señora Balcells convocaba en nuestras calles a los futuros premios Nobel, que escribían asuntos de patriarcas y de Pantaleones. Otros, llegados de pueblos lejanos, utilizaban la ciudad para inventar un teatro desconocido que mezclaba sin medida máquinas, música salvaje y la fricción de los cuerpos. Los alcaldes parecían una mezcla de filósofos de barrio y senadores romanos.
En la inauguración y clausura de los Juegos, Pepo Sol explicó al mundo lo que ocurría en la ciudad también llamada de los prodigios
Un día de otoño, sin venir a cuento, todos salimos a la calle haciendo sonar nuestros cláxones y gritamos: “¡Més que mai!”.
Nadie encarnó mejor ese temblor que Pepo Sol, el único que entendía lo que pasaba mientras dirigía la orquesta de los locos desde su mesa esquinera del Botafumeiro. La fortuna, la casualidad, el destino o una mezcla de todo, le hicieron responsable de las ceremonias de inauguración y clausura de los Juegos. Pepo aprovechó la ocasión para explicar al mundo lo que ocurría en la ciudad también llamada de los prodigios.
Las ceremonias devinieron la excrecencia natural de esa libertad. Si uno mira bien, si uno quiere mirar, lo que ve, lo que escucha, lo que lee en aquellas ceremonias es un manifiesto.
Casi nadie escuchó. La ciudad que duerme su sueño pequeñoburgués del tortell y del puro en el campo nuevo ni siquiera se inclinó para atender al rumor escandaloso e inaudible.
El miércoles pasado, algunos supervivientes nos juntamos para recordar a Pepo Sol, artífice gigantesco del lugar físico y mental que habitamos, y nos volvimos a sorprender de lo rápido que el mundo olvida a sus benefactores.
¿Qué significa para Barcelona que Barcelona le haya olvidado? Parafraseando a un señor colombiano con bigote que escribía y vivía, o vivía y escribía, en el mismo lugar del que hablamos: las ciudades que olvidan a quienes las imaginaron no tendrán una segunda oportunidad sobre la Tierra.
