En un sitio perdido de Kansas, devastado por la sequía, un hombre busca la tumba de su padre, predicador como él. Le acompaña el hijo de 12 años. Vienen de lejos, de una aldea (ficticia) de Maine: Gilead. Estamos en el año 1892. Primero han llegado a Texas en tren, después han alquilado un carro. Se han perdido varias veces por los caminos. Era tan difícil encontrar agua para abrevar al caballo, que lo han dejado en pupilaje en una granja; y siguen a pie. Los caminos son polvorientos y resecos. Llevan provisiones mínimas, galleta y tasajo. El hombre no tiene dinero para el viaje, pero necesitaba hacerlo porque le duele en el alma que la última conversación con su padre fuera una discusión.
Quiere pedirle perdón y rezar ante su tumba. El niño quiso acompañarle. El territorio es infernal. La sequía es tan persistente que la mayor parte de la población se ha ido. Duermen al raso, han adelgazado, llevan la ropa muy sucia. En una granja, encuentran a una mujer que había conocido al viejo reverendo. Les indica dónde pueden localizar el cementerio y les ofrece dos patatas hervidas y dos huevos duros a cambio de parte del tasajo. El niño, que es el narrador de la historia, recuerda, años después, que esas patatas sin sal tenían un sabor maravilloso.
Recordémoslo: basta con una caricia de la belleza para recuperar la esperanza
La comarca está achicharrada. Padre e hijo buscan el cementerio y, después de perderse diversas veces, lo encuentran tras un muro en ruinas lleno de zarzas y malas hierbas secas. Algunas tumbas habían sido hermosas. El hombre pide al hijo que le ayude a limpiar el cementerio. Pasan el día desbrozando. Rescatan lápidas y las leen. Finalmente encuentran una muy sencilla con unas letras mal escritas en una corteza de árbol. Es la del reverendo. Pero es casi de noche y regresan a la granja de la mujer solitaria. Se lavan y reposan en su henar. Al amanecer, ella les ofrece un desayuno de gachas fritas y mermelada, y después ellos cortan leña y acarrean agua del pozo. Regresan al cementerio. Limpian no sólo la tumba del padre, sino también, por sentido del deber, las demás. Hace un calor espantoso. El paraje no puede ser más extrañamente yermo y solitario. Tardan todo el día en poner un poco de orden en ese lugar tan abandonado. El niño teme pisar las tumbas y reflexiona sobre lo que su padre le ha contado sobre la muerte. Por fin puede el hombre rezar largamente ante la tumba de su padre.
El niño también quisiera rezar por el abuelo, pero se despista. El sol declina hacia el anochecer; y otra luz, más blanca, brilla en el cielo. Es la luna. El niño la encuentra preciosa y quisiera hacerla contemplar al padre, que sigue rezando, arrepentido. Finalmente, el niño besa la mano del padre y le señala la nueva luz. Contemplan cómo la luna ilumina el cementerio abandonado. El padre dice: “Nunca habría pensado que este lugar podría ser hermoso, me alegra saber que sí”.
Me he alargado mucho resumiendo esta escena que puede encontrarse en las páginas iniciales de una novela excepcional, Gilead , de Marilynne Robinson (Edicions de 1984 en catalán y Galaxia Gutenberg en castellano). No diré nada de la novela, pero me gustaría invitar a los lectores a leerla; lo agradecerán. Si he resumido hoy esta escena es porque estaba pasando una semana espantosa, por las noticias desastrosas y los comportamientos políticos decepcionantes, como tantas veces ocurre en los últimos años. No quería escribir otro artículo sobre corrupción, polaridad, miserias bélicas o pesimismo ambiental. Somos muchos los que seguimos la actualidad con el corazón abrumado, al borde del abismo de la desesperanza. Huyendo del malestar, leía este libro, Gilead, para el club de lectura que conduzco, y al llegar a la escena descrita me ha parecido ver, en ese desolado cementerio, la traducción literaria del momento actual.
Sometido al clima requemado y deprimente que nos domina, mientras me asaltaba la tentación del abandono, la rendición o la fuga, he encontrado el consuelo de la belleza, que me ha rescatado del pozo. Recordémoslo: basta con una caricia de la belleza para recuperar la esperanza. Incluso en este clima de ahora, tan sórdido, desagradable y desalentador, existen motivos de contemplación, serenidad y confianza. “No imagino ninguna realidad completamente dominada por las sombras”.
