“Basta ya de buenismo!”, fue el grito de guerra de Pérez Llorca, el nuevo presidente de Valencia, al ser investido con los votos del Partido Popular y Vox. Y una se pregunta: ¿qué tiene de malo que intentemos ser buenas?
Pues resulta que esa cuestión –el papel que debe desempeñar la bondad, la moral, en nuestras acciones e ideas políticas– es muy controvertida. De hecho, cada vez más, como lo revelan algunas expresiones que han hecho fortuna. Como “izquierda sermoneadora”: esa que nos riñe por hablar en una lengua y no en otra, comer carne, coger el avión o tener cuenta en X. O “empatía tóxica”, que sería la que, con el noble propósito de proteger a una determinada categoría de víctimas, cierra los ojos a las víctimas que esas víctimas producen a su vez. O “creencias de lujo”, que Rob Henderson, el que acuñó la fórmula, define como aquellas que “confieren estatus a la clase alta con muy poco coste, infligiendo, a menudo, un alto coste a las más bajas” (por ejemplo, en el tema de la inmigración, que para la élite se traduce principalmente en variedad gastronómica y cuidadoras baratas).
No les falta razón a quienes formulan tales críticas al buenismo. Yo hasta añadiría alguna más, como la tendencia a reducir la política a gestos y proclamas bienintencionados: pura “exhibición de virtud” –por usar otra fórmula que también ha hecho fortuna–, que oculta la desidia en el terreno de la acción. Por ejemplo, cuando todo un Parlamento aprueba regular el uso de la palabra cáncer: muchas gracias, pero preferiríamos que sus señorías, si no es mucha molestia, aprobaran presupuestos, para actuar de veras en el tema del cáncer y en todo lo demás.
Ni el buenismo ni el egoísmo sin complejos nos van a sacar de apuros
Por supuesto, sabemos lo que significa en la práctica “basta de buenismo”: ancha es Castilla, ande yo caliente y ríase la gente, el que venga detrás que arree, si total, “se iban a morir igual”… Ni el buenismo ni su contrario, el egoísmo sin complejos ni culpa, nos van a sacar de apuros. Reparen en cuántas cosas no pueden resolverse ni con buenismo sí ni con buenismo no: la vivienda, el cierre o no de las centrales nucleares, la financiación autonómica, la baja natalidad… o cualquier otra mínimamente compleja.
Volvamos, entonces, por favor, señoras y señores, al diálogo, la deliberación y las negociaciones de toda la vida, si queremos que los valores éticos –que deben, desde luego, servirnos de guía– se traduzcan en hechos. Aunque sean limitados por concesiones y compromisos, pero hechos, no brindis al sol.
