Me hubiese gustado ver la cara de Ferruccio Busseli oyendo que han encontrado un jabalí muerto en medio del bosque, después de comerse un bocadillo de mortadela, la versión previa a lo del laboratorio. El Ferruccio era nuestro vecino de Alforja, en el Baix Camp, el pueblo de adopción de mi padre y el mío de veraneo. Era un hombre corpulento, de piel morena, con mofletes rojizos y rasgos faciales muy marcados. Hubiese sido un actor secundario perfecto en un spaghetti western de Sergio Leone. O el abuelo del anuncio del gordo, que se encuentra un décimo premiado en una caja de Rössli 15, y lo deja en la mesita de noche de su nieto, recién separado y en el paro.
Aficionado al carajillo de Terry, botella de rejilla, fumador de tabaco negro, buen jugador de cartas, Ferruccio contaba la caída en desgracia de familias del pueblo después de que el marido se apostase la cosecha en una timba ilegal organizada a puerta cerrada en el bar Café.
Era un tipo que a un niño de ocho años no podía más que fascinarle. El Ferruccio era, entre otras muchas cosas, cazador. A finales de verano se abría la veda, y la pieza más cotizada era el jabalí. Había pocos, y los días de suerte entraban en el pueblo con los Land Rover haciendo sonar los cláxones y exponían las tres o cuatro piezas cazadas como auténticos trofeos. Luego se los repartían a trozos, y la señora Teresa, su mujer, se encargaba de convertir aquella carne dura de caza en un civet de jabalí casero que parecía miel. Aquello era de estrella Michelin. Alguna vez, ya adolescente, le dije que yo sería incapaz de dispararle a un animal, y el Ferruccio me miraba con esa cara de Clint Eastwood que te perdona la vida pensando qué sabrás tú.
Ya no quedan muchos Ferruccios. Ni en Alforja ni en ningún lado. No sé cuántos años llevará muerto. Digamos que unos treinta. Qué diría viendo cómo ha cambiado el cuento. Cómo los campos de cultivo abandonados se han llenado de jabalíes y ahora tienen en jaque a una de las industrias más potentes de nuestra tierra.
Los urbanitas nos pensamos que las cosas de los ganaderos no van con nosotros
He seguido la crisis de la peste porcina africana primero de lejos. Los urbanitas nos pensamos que esas cosas no van con nosotros. Pero a los pocos días me he enganchado viendo la que tienen liada en Collserola, con ciclistas indignados porque les prohíben ir a hacer sus rutas en mountain bike. Antes que una crisis global de intoxicación alimentaria está su preciado tiempo de ocio. “Es que me va muy bien para desconectar”. Es la cultura de #quienmevaadeciramicuantascopasdevinotengoquebeber, y cualquier prohibición nos parece un recorte de libertades inaceptable.
Me he enganchado gracias también al conseller de ganadería, Òscar Ordeig. Hacía tiempo que no escuchaba a un político comunicando con la rotundidad con la que lo está haciendo Ordeig estos días. Indicaciones claras. Sin esconder errores, ni la gravedad del asunto. No se cuelga medallas y dice que está haciendo todo lo que puede con un lenguaje llano. Y tengo un problema: le creo. Y entonces, dudo. Y recuerdo que en la última crisis sanitaria, políticos en los que confié se forraron mientras tranquilizaban a la población. Me jode haber caído en esa desconfianza. Me jode pensar que mejor que no me fíe que luego te la cuelan, en un momento como este en el que triunfa más una teoría de la conspiración que la explicación seria de un político preparado.
¿En qué momento nos contagiamos de desconfianza? ¿Y qué fue? ¿Con bocadillos de mortadela o en un laboratorio de ideas ultras? ¿De dónde hemos sacado tanta toxicidad? Viendo el espectáculo, el Ferruccio, envuelto en el humo del cigarro, diría: “No se os puede dejar solos, burrus”.
