La anatomía actual de las Españas revela una profunda quiebra de la legitimidad de ejercicio del Gobierno. Si bien la de origen es incuestionable, emana de los procedimientos electorales y parlamentarios previstos en la Constitución, la praxis de su gestión está presidida por la cuasi voladura del Estado de derecho y por el intento de neutralizar todos los contrapesos a su actuación. Esto no es accidental, sino la convergencia estratégica de su deseo de conservar el poder a cualquier precio, de la asunción de una visión iliberal de la democracia y del menoscabo de la probidad pública derivado de una corrupción con síntomas de ser sistémica.
El deterioro de la calidad institucional en las Españas en los últimos siete años ha sido reiterado por numerosos organismos. El Banco Mundial ha certificado el retroceso de la eficiencia gubernamental y de la calidad regulatoria. Freedom House señala el declive en los derechos políticos y las libertades civiles. El Índice de Estado de Derecho del World Justice Project muestra el acusado empeoramiento en la percepción del respeto a la justicia, y Transparencia Internacional ha hecho lo mismo en relación con la corrupción. Todo eso son muestras de un proceso degenerativo que golpea de manera directa la legitimidad de ejercicio; la confianza ciudadana en la capacidad del Gobierno para operar con imparcialidad, transparencia y eficacia.
Lo descrito es consecuencia del ataque lanzado por el Gobierno contra el paradigma liberaldemocrático, que no es solo la expresión de la voluntad popular (el origen), sino también el pluralismo de ideas, el imperio de la ley, la separación de poderes, la protección de las minorías y la garantía de las libertades individuales. Estos valores chocan de manera frontal con la concepción instrumental de la democracia típica de la izquierda revolucionaria, recuperada por la ibérica, donde las instituciones son herramientas empleadas por una mayoría coyuntural para producir un cambio de régimen de facto. Es la democracia totalitaria descrita por Talmon, caracterizada por la existencia de una única verdad política encarnada por un gobierno o un partido (o más) que dice representar la “voluntad auténtica” del pueblo.
Ese marco analítico se ve reforzado por la asunción gubernamental del concepto schmittiano de lo político, donde el debate público se convierte en un combate amigo-enemigo, que lleva a negar la legitimidad de la oposición, a deshumanizar al adversario y a una polarización extrema, rasgos clásicos de la gobernanza iliberal de cierta izquierda y de cierta derecha. En el modelo orbanita, se justifica la implantación de medidas excepcionales y la concentración del poder en manos del Gobierno-partido para defender a la nación de los “enemigos internos” y de los “poderes ocultos” (la oposición, los medios críticos, etcétera). En las Españas, esa filosofía reduce la res publica a una lucha existencial contra todos sus opositores y críticos.
El resultado directo de los enfoques descritos es la mímesis iliberal. Alrededor de ella, las prácticas de la izquierda gobernante en las Españas convergen con las de la extrema derecha europea, en especial la húngara. El iliberalismo autoritario de Orbán se fundamenta en la premisa según la cual la mayoría salida de las urnas tiene derecho a desmantelar las limitaciones liberales al poder; ese mismo planteamiento es abrazado de facto por la coalición sanchista. La única diferencia real entre ellos son los fines perseguidos por uno y otro, y la definición de quiénes son los enemigos.
El Gobierno es el principal responsable de la degradación institucional
La ofensiva contra la independencia judicial es el rasgo iliberal más claro de dos gobiernos con vocación autoritaria. La retórica de guerra legal empleada por el Ejecutivo y sus socios contra jueces y magistrados es análoga a la de Orbán hasta que logró acabar con la independencia de la justicia. Como el premier húngaro, el Gobierno sanchista busca deslegitimar a quienes tienen el control legal de sus actos y socavar la confianza de la opinión pública en la imparcialidad del sistema, definiendo a la judicatura como enemigo político. La finalidad es clara: anular la capacidad fiscalizadora del poder judicial sobre la acción del Ejecutivo.
En las Españas, esa estrategia iliberal se manifiesta también en el abuso del decreto ley para tramitar reformas de gran calado y en la introducción de enmiendas heterogéneas (“caballos de Troya”) en leyes sin relación directa. Así se pretende eludir la deliberación parlamentaria y reducir el Parlamento a una cámara de ratificación. Esto revela la intención de manipular el proceso legislativo para evitar el escrutinio y la crítica. En esta misma línea cabe situar la estrategia gubernamental de controlar todos los organismos del Estado, desde el CIS hasta el INE pasando por otros muchos, para ponerlos al servicio del Ejecutivo, minando su independencia y su credibilidad.
En la pérdida de legitimidad de ejercicio, la corrupción de la élite gobernante, caso de las Españas, tiene una enorme relevancia porque socava su legitimidad para gobernar. Al priorizar el interés privado sobre el general, se rompe la confianza de los ciudadanos en sus dirigentes, transformando el sistema en injusto y dotado de una doble moral. Una clase dirigente corrupta persigue la captura del Estado, manipula las instituciones en su beneficio e impide que operen con imparcialidad y transparencia. La corrupción no solo es un delito. Es el resultado de un poder sin límites contrario a los fundamentos de un sistema democrático.
Las Españas se encuentran en el umbral de una crisis de régimen. Las formas democráticas se mantienen, pero vaciadas de su contenido. El Gobierno es el principal responsable de la degradación institucional y, por tanto, de la pérdida de su legitimidad de ejercicio.
