Del reposo de Chuang Tse al barco de Melville
Lectores Expertos
Hay quien escoge la quietud, desplazarse solo en ensueños, contemplar sin mover la mirada, cambiar de ánimo antes que de país, cuidarse del hastío del movimiento; pero muchos más prefirieron arriesgar
Detalle de una ilustración de la persecución final de Moby Dick.
* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Hay dilemas irresolubles en la historia del pensamiento humano. No decidimos todavía si este universo está gobernado por el azar o si ya ha sido escrito por un dios o una fuerza insondable. Dudamos sobre si el arte aparece por el soplo de un duende inquieto o si es producto de una disciplina de hierro. Es difícil decir si la vida ha sido un milagro feliz o si más bien se trata del peor de los mundos posibles. Y luego está el debate sobre si los viajes convienen o no convienen al alma que llevamos dentro.
Sobre este último punto, debe de haber una mayoría aplastante que piensa que el viaje es una experiencia, por lo menos, satisfactoria. Sin embargo, se han escrito palabras convincentes que dicen lo contrario.
En el siglo IV a.c., Chuang Tse, filósofo chino, hablaba de la inutilidad del movimiento, por lo menos en cuanto al propósito de contemplar el mundo y sus transformaciones (un propósito imprescindible en la conquista de la sabiduría y la felicidad).
Poniendo sus consideraciones en la voz de otro viejo maestro (Hu Ch’eng), dijo: “Los que se toman trabajos sin cuento para viajar, ni siquiera piensan que el arte de ver los cambios es también el arte de quedarse inmóvil”.
Luego agregó que el verdadero viajero no observaba una cosa y luego otra, sino que todo lo veía junto. Extremista del reposo, recomendaba la quietud no ya del cuerpo sino de la propia mirada.
Extremista del reposo, el filósofo Chuang Tse recomendaba la quietud no ya del cuerpo sino de la propia mirada
Un tiempo después, Séneca también desaconsejó los viajes, sobre todo a quienes los emprendían esperando curarse de sus tristezas. “Es el alma la que debes cambiar, no el clima”, escribió en la carta 28 de sus Cartas a Lucilio. Luego agregó: “Los vicios irán detrás de ti a donde quiera que vayas”. Y también: “Con el movimiento mismo te dañas; lo que haces es importunar a un enfermo”.
El filósofo Chuang Tse.
Si para Chuang Tse el viaje era inútil, para Séneca, en determinados casos, venía a ser poco menos que un veneno. Así también para Bernardo Soares, uno de los heterónimos de Pessoa: “Tengo de la vida una náusea vaga, y el movimiento me la acentúa”.
Tanta era la aversión de Soares (o de Pessoa) al movimiento, que se contrariaba ya con subirse al ferri para cruzar el Tajo: “A menudo me ha sucedido querer atravesar el río (...) Y casi siempre tuve como una timidez de tanta gente, de mí mismo y de mi intención. Una y otra vez he ido, siempre oprimido, siempre disfrutando sólo del pie en tierra cuando estoy de regreso”.
Si esto le sucedía en un paseo de no más de media hora, ¿qué habría sido del pobre Soares en un traslado mucho más arriesgado, quizás a una ciudad vecina, quizás a otro país?
Según se ha visto, hay no-viajeros que en tales casos llegan a tener comportamientos inverosímiles: se recluyen en un hotel voluntariamente, como un felino que prefiriera la paz de la jaula al vértigo de la estepa.
Hay no-viajeros que en tales casos llegan a tener comportamientos inverosímiles
De ellos (y de sí misma, probablemente) escribió Natalia Ginzburg en un ensayo titulado Viajeros torpes (1969): “Para ellos la habitación de hotel no es una simple habitación de hotel, provisional y sin interés, sino una verdadera morada, tranquilizadora y hostil al mismo tiempo, protectora y repugnante (...) Saben muy bien que más allá de esos patios está la bella ciudad, llena de avenidas, de árboles, de museos y de teatros, la ciudad que otros en su lugar correrían a visitar sin perder un solo instante”.
En el ensayo, no hace Ginzburg una diatriba contra el viaje, pero describe la triste condición de quienes, por más que lo quieran, no logran desenvolverse de manera feliz lejos de su refugio habitual, con lo cual tenemos, en todo caso, un argumento más a favor de la inconveniencia de la práctica de viajar: el viaje pone en ridículo a quien no tenga la soltura de hacerlo; lo atormenta, le hace gastar tiempo y dinero, y lo confunde tanto que le quita incluso el deseo de regresar.
Aquí un ejemplo más de resistencia al movimiento. Quien escribe es mi amiga Lucía Martínez, en Separar las cosas del piso (2023): “Cuando estudié antropología era popular entre los compañeros hacer viajes por América del Sur. Me parecía una fantasía sobre la libertad y la emancipación. La aprendieron, quizá, con Diarios de motocicleta. Yo vi la película también, pero me fijé, sobre todo, en Gael García Bernal. No me provocó nunca emprender una travesía así. (...) De esa moda sólo apropié el gusto por imaginar que se puede ir de un extremo a otro”.
Hay gente, pues, que escoge la quietud, desplazarse solo en ensueños, contemplar sin mover la mirada, cambiar de ánimo antes que de país, cuidarse del hastío del movimiento; pero, ya lo decía: fueron muchos más los que prefirieron arriesgar un poco o completamente la paz cierta de sus aposentos. Las transformaciones del mundo, por cierto, han dependido enteramente de aquel deseo. No hay canalla o héroe de la Historia que se haya contentado en los límites de su aldea.
Viajar escribiendo y leyendo
En cuanto a la literatura, casi toda (al menos en Occidente, creo) ha cantado, narrado o recomendado el viaje. El psicológico, claro… pero también el geográfico. Desde los poetas de El Gilgamesh hasta Isak Dinesen, pasando por Homero, Virgilio, Cervantes, Verne, Stevenson, Conrad, Twain, Hesse, De Saint-Exupéry, Cavafis, Melville, José Hernández y un largo etcétera, se ha venido hablando del mar proceloso, del bosque espeso, del brusco río y la ilimitada pampa, de ciudades innumerables, cielos infinitos y desiertos sin contornos; se ha celebrado la tremenda valentía (o estupidez) de que alguien haya dejado la paz de su morada para extraviarse en lo desconocido.
“(...) Teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. (...) cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco”.
En cuanto a la literatura, casi toda (al menos en Occidente) ha cantado, narrado o recomendado el viaje
Encontraríamos fácilmente otras líneas que exalten el viaje, pero este solo párrafo de Herman Melville al inicio de Moby Dick puede llegar a hacernos olvidar de las recomendaciones de Séneca o Chuang Tse. Podría hacernos levantar de la silla para, a falta de mar, coger carretera.
Porque, qué vamos a hacerle, aun sedentarios, también llegamos a creer que, allende las fronteras de nuestra localidad, se encuentra la belleza que tanto se ha tardado en visitarnos. O algún paliativo para ese aburrimiento terco que ya largo rato ha vivido colgado de nuestros cansados hombros.
* Rodrigo Estrada es un escritor colombiano. Ha publicado tres libros de cuentos: El Mundo (2014), Episodios sobrenaturales (2016) y La vida que nos merecemos (2024). Trabaja como editor en la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC. Dirige la revista de danza y artes escénicas el cuerpoeSpín y el sello editorial emergente Biblioteca el Sol. Reside en la ciudad de Bogotá.
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