* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Hoy os voy a hablar de la trampa del “no molestar”, es decir, cuando evitar el conflicto te apaga por dentro. No levantas la voz. No discutes. No explotas. Te lo guardas todo para no incomodar, para no perder el cariño, para no parecer “difícil”. Por fuera sonríes; por dentro, aparece la ansiedad, el insomnio, la tristeza. Evitar el conflicto parece protección. Pero a veces es, sencillamente, una forma lenta de desaparecer.
- Un patrón que se aprende (y se recompensa)
Evitar el conflicto rara vez es casual. Se aprende pronto: en familias donde el cariño depende de portarse “bien”; en escuelas donde se premia la obediencia por encima de la expresión; en trabajos donde se confunde profesionalidad con silencio. Quien vive así tiende a sacrificar sus necesidades, a desdibujar límites y a medir su valía por lo útil que es para otros. Se centra en los demás hasta el punto de descuidarse a sí mismo. Ese patrón se ha vinculado de forma consistente con un mayor malestar psicológico, incluida la depresión y una baja autoestima.
- Lo que nos dice la ciencia sobre callar y “tragar”
Callar no apaga la emoción: la desplaza. Las personas que recurren de forma crónica a la supresión emocional reportan, de media, peor bienestar y relaciones más frías y menos auténticas que quienes se permiten sostener sus emociones y transmitirlas hacia fuera. No es que “controlen mejor” sus emociones: es que se desconectan de sí mismas y de los demás.
Esa desconexión tiene huella corporal. Suprimir lo que sentimos es un acto que eleva la carga fisiológica, altera la respuesta cardiovascular ante el estrés y, en algunas personas, se asocia a perfiles de riesgo para la salud. Diferentes estudios han observado que la supresión emocional modifica la reactividad y la recuperación del sistema cardiovascular tras un reto estresante; además, su papel puede variar por cultura, lo que subraya que no es un mero rasgo individual sino también una práctica socialmente aprendida.
- El sueño como termómetro silencioso
Quien “se lo guarda todo” suele dormir peor. No es casual: intentar no pensar en algo justo antes de dormir aumenta la probabilidad de soñar con ello (el famoso “efecto rebote” de la supresión de pensamientos). Ese mecanismo, documentado en estudios experimentales, muestra hasta qué punto la mente busca procesar aquello que tratamos de empujar fuera de la conciencia. Más allá de los sueños, la literatura científica ha vinculado la mala calidad del sueño con peor regulación emocional al día siguiente y con mayor vulnerabilidad a los síntomas de ansiedad y depresión.
La relación es bidireccional: dormir mal erosiona la capacidad de gestionar emociones y, a la vez, “gestionar las emociones” a base de suprimirlas interfiere con el descanso. Recientes revisiones sitúan a la desregulación afectiva en el núcleo de muchos cuadros de insomnio, insistiendo en que no basta con una buena “higiene del sueño”: sin cambios en cómo nos relacionamos con lo que sentimos, el cuerpo sigue en guardia.
- “Fawn”: el apaciguamiento como respuesta de supervivencia
En los últimos años ha ganado difusión el término “fawn” (apaciguamiento): complacer para reducir el riesgo percibido, una forma de sobre–cooperación que aparece cuando pelear o huir se viven como opciones peligrosas. Aunque no es una categoría diagnóstica, la literatura científica la sitúa dentro del repertorio mamífero de defensa —junto a lucha, huida o congelación— y la relaciona con dinámicas de trauma interpersonal, cautiverio y violencia. En humanos, puede traducirse en hiper–amabilidad, acuerdos automáticos, disculpas continuas y una renuncia sistemática a expresar límites. Comprenderlo como estrategia de supervivencia (no como un “defecto de carácter”) ayuda a desmontar la culpa y abrir la puerta al cambio.
El precio de no molestar: consecuencias que no siempre se ven:
- Relaciones menos seguras. La supresión crónica dificulta la intimidad: si no digo lo que siento o necesito, el otro se relaciona con una versión edulcorada de mí. Con el tiempo, aparece el resentimiento y la distancia.
- Cuerpo en alerta. Guardarse el enfado y la tristeza no “cura” el conflicto: lo somatiza. La evidencia muestra efectos sobre la reactividad cardiovascular y el estrés fisiológico acumulado.
- Cansancio e irritabilidad. Dormir mal por rumiación y rebote de pensamientos es un clásico del perfil complaciente: el día empieza con menos recursos para afrontar lo que venga.
- Autoestima dañada. Vivir para complacer deja el valor propio en manos ajenas. Esto se asocia con mayor malestar emocional y problemas de salud.
Señales de alarma (si te reconoces, quizá sea hora de cambiar):
- Pides perdón por todo y por nada.
- Dices “sí” mientras tu cuerpo dice “no”.
- Te cuesta recordar la última vez que expresaste un desacuerdo claro.
- Experimentas explosiones puntuales tras semanas de silencio.
- Duermes con la cabeza dando vueltas a conversaciones que nunca tuviste.
Si te pasa, no estás solo: tiene explicación y salida.
- Salir del bucle sin convertirte en “conflictivo”.
- Entrena la asertividad como una habilidad, no como un rasgo. La evidencia acumulada —incluidos ensayos y revisiones— indica que el entrenamiento en asertividad reduce la ansiedad, el estrés y los síntomas depresivos, y mejora la competencia interpersonal. No se trata de volverse agresivo, sino de decir lo que hay que decir con respeto y claridad, preservando la relación (y a ti mismo). Punto de partida práctico: cambia la ecuación interna de “si digo esto, igual pierdo este vínculo” a “si no lo digo, me pierdo a mí”. Ensaya guiones breves en primera persona: “Necesito…”, “Para mí es importante que…”, “Hoy no puedo, gracias por entenderlo”. La asertividad es como un músculo: mejora con exposición gradual y repetición.
- Sustituye la supresión emocional por revaluación. Cuando notes la urgencia de “tragarte” lo que sientes, prueba un paso intermedio: pon nombre a la emoción y repíntala. “Estoy nerviosa porque anticipé una crítica; quizá no ocurra, y si ocurre puedo afrontarla pidiendo concreción.” Cambiar el significado no niega la emoción; la hace manejable. La investigación muestra que quienes usan más la revaluación gozan de mayor bienestar y relaciones más cálidas que quienes suprimen sus emociones.
- De la cabeza al cuerpo: baja revoluciones. La fisiología no miente: si tu cuerpo está en alerta, hablar será difícil. Técnicas sencillas de respiración diafragmática (por ejemplo, exhalaciones algo más largas que las inhalaciones, cinco minutos) ayudan a llevar al cuerpo de “amenaza” a “seguridad suficiente” para decir lo que importa. Reducir la activación facilita intervenir antes de explotar (y te ayuda a dormir mejor). La evidencia sobre el manejo de la activación corporal en el tratamiento de la ira y el estrés respalda este enfoque.
- Alinea el sueño con tu proceso emocional. No es sólo “acostarse a la misma hora”. Si tu mente intenta suprimir temas espinosos al ir a la cama, prueba la escritura de desahogo durante 10–15 minutos una–dos horas antes de dormir: sacas de tu manete aquello que, de otro modo, rebotará en sueños. Complementa con una rutina de desaceleración (luz tenue, pantallas fuera, respiración lenta). Mejorar el sueño refuerza la regulación emocional al día siguiente.
- Pide ayuda profesional cuando el patrón tiene raíces de trauma. Si el apaciguamiento ha sido tu mecanismo de supervivencia, no es fácil abandonarlo sin más: hay que sustituirlo por alternativas seguras. En terapia se trabaja para actualizar el sistema de alarma: poner límites ya no te pone en peligro.
- Un cambio cultural (además de personal)
No es sólo un asunto “de carácter”. Vivimos en entornos que premian la docilidad y castigan el desacuerdo. En algunas organizaciones, plantear un límite se etiqueta de “poco colaborador”, cuando en realidad es una condición para una colaboración honesta. Igual que hemos normalizado hablar de burnout, nos toca normalizar el desacuerdo respetuoso: sin él, las instituciones se vuelven complacientes y las personas, invisibles.
La paradoja es clara: evitar el conflicto a cualquier precio termina generando conflictos peores —dentro y fuera—. La salida rara vez es dramática; suele ser una sucesión de microdecisiones: pedir aclaraciones, decir que no, expresar una preferencia, reclamar tiempo para pensar.
* Cristina Saiz Manceñido es psicóloga sanitaria de Madrid, especializada en trauma, apego, autoestima, relaciones, ansiedad y heridas emocionales.
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