Salvador Illa es lo contrario de la épica. No hay en sus discursos ni en sus ademanes un atisbo de epopeya narrativa. Después de más de una década encadenando días históricos, grandes manifestaciones y proclamaciones trascendentes, las urnas arrojaron un receso. Y ahí estaba Illa. El talante de este socialdemócrata cristiano conectó con una mayoría que reclamaba no estirar más el chicle del procés, al menos por el momento. Coherente con esa premisa, el president de la Generalitat se concentra en la gestión y el pragmatismo, mientras los partidos independentistas tratan de acomodar sus propuestas a las nuevas inquietudes sociales.
A Illa no le va el “mambo” al que durante un tiempo se aficionó la política catalana al ritmo de la CUP. Para él, el temple apocado no es solo un estilo propio, sino también una necesidad, ya que se ve obligado a cuidar la relación con medio Parlament: debe tratar con guante de seda a Junts para no perjudicar a Pedro Sánchez, mientras cuida la alianza con ERC y los comunes, imprescindibles para gobernar. Es más, cualquier posibilidad de reeditar esos respectivos gobiernos pasa por una alianza de izquierdas.
Pero a veces la relación con Junts resulta complicada. “No me gusta la gresca”, declaró ayer el president de la Generalitat durante el debate de política general del Parlament cuando el portavoz de Junts, Albert Batet, le calificó de “anestesista” y de llevar Catalunya “al coma” por exceso de adormidera y de complacencia ante el Gobierno central. Illa había empezado su intervención del martes con una apelación al cumplimiento de la amnistía para que regrese Carles Puigdemont, pero eso no le ahorró la andanada de Batet.
Junts quiere recuperar protagonismo en la política catalana. Desde que logró la llave de la gobernabilidad de España con sus siete diputados en el Congreso, Puigdemont se concentró en ese flanco para hacerse valer y arrancar logros. Ahora, su partido se da cuenta de que ha perdido foco en su escenario principal, el de Catalunya. Para revertirlo, Junts pretende que el PSOE someta al PSC y le obligue a aceptar condiciones -por ejemplo, rebajas de impuestos- que perjudiquen la alianza de Illa con sus socios de investidura. El president dejó claro a Batet que esa vía no surtirá efecto y le recordó que Puigdemont tampoco tomó en cuenta al PSC cuando negoció la investidura de Sánchez. “Lo que concierne a Catalunya, se decide en Catalunya”, subrayó.
Junts trata de recuperar protagonismo en la política catalana vinculando a Illa con los compromisos exigidos al PSOE
Puigdemont reclama a Illa lo mismo que le reprocha: supeditación a los intereses de Sánchez. La apuesta del president no va a cambiar. Se trata de conseguir el máximo provecho de la colaboración con Sánchez, con quien no puede ni quiere practicar el victimismo. Por su relación política y personal con el líder del PSOE, Illa no llegará ni siquiera a la queja que en su día expresó José Montilla a Zapatero cuando, en plena discusión del Estatut, le espetó: “Te queremos, pero queremos más a Catalunya”. Para el actual president, no existe esa dicotomía.
Illa no puede poner en riesgo la relación con ERC, que Sánchez calificó de “estratégica” en una premonitoria entrevista en La Vanguardia hace más de un año. Para ello, los republicanos necesitan que se materialicen la financiación singular y el traspaso de Rodalies. Los republicanos subrayan que no habrá negociación presupuestaria ni en Barcelona ni en Madrid si no hay avances en la financiación. Saben que Sánchez tiene previsto lanzar su propuesta en esa materia para todas las comunidades autónomas antes de final de año. Falta ver cómo encajan las piezas de ese complejo puzle: por un lado, contentar a ERC en su exigencia de recaudar los impuestos desde la Generalitat, y por otro mejorar la financiación de territorios gobernados por el PP de forma que los barones de ese partido entren en contradicciones y pongan en aprietos a Feijóo para mantener una posición común.
Pero el terreno de juego ha cambiado. Ya no es el procés, sino el avance de los partidos de extrema derecha y, sobre todo de su agenda. También en Catalunya los votos se juegan en una ecuación compleja para los partidos de gobierno pero muy próxima al ciudadano: el incremento poblacional que ha supuesto la inmigración en poco tiempo ha proporcionado mayor riqueza (más trabajadores que aportan a la caja común y más consumo privado que tira de la economía), pero también una presión muy fuerte en los servicios públicos (vivienda, transporte, seguridad, salud o educación), cuyas mejoras, cuando se producen, llegan con lentitud. Ése es el gran reto de Illa.
La incapacidad de la política tradicional de derechas o izquierdas para afrontar esos desafíos es lo que está alimentando a los extremismos. Illa trata de evitar que formaciones como Vox o Aliança Catalana se apropien de la bandera de la seguridad. En su equipo se discutió en qué medida debía hacer referencia a este asunto en su discurso y el president no quiso quedarse en los meros datos de descenso de la criminalidad. Expresiones como “quien la hace la paga” o “un apuñalamiento repetido 40 veces no lo convierte en 40 apuñalamientos” son muestra del interés de Illa en no dejar esta cuestión en manos de los populistas de extrema derecha.
El president pretende imprimir a su gestión una pátina de racionalidad en un momento en el que la política se mueve a golpe de emociones. Si acaso, se permitió introducir una palabra de lirismo al apelar a la “esperanza”, un mensaje positivo para contraponerlo al miedo que hoy en día mueve en buena parte a la opinión pública a la hora de ir a votar. Illa tiene grandes dificultades políticas dada su debilidad parlamentaria. No ha logrado aprobar los primeros presupuestos y es posible que no consiga los segundos. La mayor dificultad reside en colmar las expectativas de eficacia en los servicios públicos que él mismo despertó para llegar a la presidencia. Su principal reto es responder por él mismo.

