Los periodistas tenemos tendencia a personificar los conflictos políticos. Es una forma probablemente reduccionista, pero efectiva, de entender lo que ocurre entre las bambalinas del poder. Esa práctica tiene un riesgo: banalizar la política como si fuera más un culebrón que un intercambio de ideas. La explicamos a veces como si se tratara de elegir entre Leo Messi y Cristiano Ronaldo. Pero también es cierto que el carácter de los dirigentes acaba por marcar su trayectoria y la posibilidad de acuerdos. Sin analizar su talante es difícil explicar sus actuaciones. En el caso del presidente del Gobierno y del líder de la oposición, su enfrentamiento hace tiempo que parece haber rebasado la barrera de lo político.
Primero Ciudadanos y luego el PP adoptaron el término “sanchismo” para desligar la persona del partido. Sánchez era presentado como un elemento extraño al PSOE, con una forma de ser y actuar desvariada. Se dejaba así la puerta abierta a aquellos votantes socialistas que no comulgaran con el que era dibujado como un usurpador que ponía en riesgo la democracia, llevado por su irresponsabilidad y ambición, defectos de la persona, no de las siglas. Voces como las de Felipe González o Emiliano García-Page han abonado esa tesis. Justo después de la victoria de Alberto Núñez Feijóo sin que pudiera gobernar, esa estrategia se acentuó al concentrar toda la artillería contra los familiares del presidente.
Los casos judiciales que afectan al hermano y la mujer de Sánchez, aún en curso, son reverberados a diario por los dirigentes del PP que, preguntados por cualquier otra cuestión, replican inexorablemente que todo es una cortina “para tapar la corrupción” que rodea al presidente. En cada una de las sesiones parlamentarias en las que intervino Feijóo en julio acusó a Sánchez de haber “vivido de prostíbulos”, en alusión a dos negocios de saunas de la familia de Begoña Gómez.
En la crítica personalizada también ha caído el PSOE, pero no llega a utilizar palabras tan gruesas. La estrategia de Sánchez pasa por alargar la legislatura porque cree que Feijóo no soportará la presión de la impaciencia en su propio partido, así que ha convertido la pugna política en una competición de resistencia entre ambos. Prueba de ello fue la respuesta de Sánchez esta semana en el Congreso cuando Feijóo le acusó de nuevo de corrupción y le anunció que tendría que comparecer en el Senado. El presidente le despachó con un condescendiente “¡ánimo, Alberto!”. Ese apelativo, y no el usual “señor Feijóo”, fue improvisado, pero destila menoscabo y busca rebajar la figura del líder de la oposición.
Sánchez, junto a la vicepresidenta Montero, se dirige a Feijóo el miércoles
Los barones del PP se están convirtiendo cada vez más en un quebradero de cabeza para Feijóo
Cada semana se dirime un combate de boxeo entre ambos. Unas veces el saldo favorece a uno o a otro. La que ahora culmina ha sido, sin duda, una semana horribilis para Feijóo. Septiembre empezó con un punto para Sánchez con la denuncia del genocidio en Gaza, que sumió al PP en la confusión. El intento de equilibrio entre el PSOE y Vox se pierde en el ruido informativo actual. Pero lo que más problemas está causando a Feijóo es, paradójicamente, el poder territorial del partido. Cada líder autonómico es un satélite que decide orbitar por donde le conviene y la gravedad que emite la sede de Génova no alcanza a mantenerlos a todos bajo el mismo sistema, lo que daña la autoridad de Feijóo.
Una semana más, Isabel Díaz Ayuso ha torpedeado la agenda de su jefe de filas con un “váyanse a otro lado a abortar” que tira por tierra los esfuerzos de Feijóo por recuperar el voto femenino. Mientras, el lastre de Carlos Mazón sigue pesando, pero ahora se añade una administración deficiente de los incendios por parte, sobre todo, del presidente castellano-leonés, Alfonso Fernández Mañueco, que afronta elecciones el 15 marzo. La gestión autonómica pasa factura al PP. Antes del verano próximo también habrá elecciones en Andalucía, buque insignia de la reconquista del poder para los populares, donde acaba de caer una bomba en forma de crisis sanitaria para Juanma Moreno Bonilla por la falta de diligencia en el cribado del cáncer de mama en cientos de mujeres. Justo cuando Feijóo había encontrado una brecha de mala gestión por parte del Gobierno por los fallos en las pulseras anti-maltrato.
El PP no tiene margen para ejercer una oposición contundente ni en la economía ni en la gestión, por lo que lo fía todo a los casos judiciales y a la debilidad parlamentaria del Ejecutivo. Sánchez ha salvado esta semana dos votaciones parlamentarias esenciales como el embargo de armas a Israel y la ley de movilidad que desbloqueará 10.000 millones de fondos europeos. Pero tiene casi imposible aprobar los presupuestos. Asimismo, las causas contra el ex número dos del PSOE José Luis Ábalos y su asesor Koldo García son un agujero negro para los socialistas. Cada día se conocen detalles más sórdidos de sus andanzas. Ambos acudirán a declarar la próxima semana sobre los sobres que cobraban del PSOE y lo que pueda salir a relucir es decisivo para el partido, a la espera de lo que den de sí las investigaciones de la Guardia Civil sobre el papel de Santos Cerdán.
Le seguirá inicio del juicio al fiscal general del Estado el día 3 de noviembre por la supuesta filtración de datos de Alberto González Amador, el novio de Ayuso. La sentencia podría llegar antes de Navidad y, en caso de condena, Álvaro García Ortiz tendría que dejar su cargo. Pero a su vez, la pareja de Ayuso se sentará en el banquillo en marzo por presunto fraude fiscal. Mientras, la causa contra Begoña Gómez que lleva a cabo el juez Peinado se verá retrasada después de que la Audiencia Provincial de Madrid enmendara la plana al instructor.
Mientras Feijóo está convencido de que, tarde o temprano, echará a Sánchez de la Moncloa y que lo único que está en juego es si lo hace con un Vox más crecido o menos, el presidente cree que nada está escrito, que el tiempo corre en favor suyo y que el liderazgo de su rival se desgastará cada vez más. Ánimo, a Pedro y a Alberto.
