No quieren dejar sus casas

La vida vale más que una casa Ese es el argumento que una vecina, Cristina, le da al padre, reticente a evacuar su casa. Quizás, para él, los pilares de su vida son, justamente, su casa. Cada incendio grave nos deja testimonios similares: vecinos que, a pesar del peligro evidente y de las indicaciones de las autoridades, se niegan a abandonarla. Ese rechazo muestra el peso afectivo que tiene la casa, sobre todo para quienes la han habitado durante toda una vida

La significación psicológica de ese gesto de dejar atrás la casa va más allá de la pérdida de un bien material, siempre resarcible. Perderla, como explican muchos de los afectados, es perder la vida que tenían, su pequeño terreno, sus vecinos, sus medios de vida y los recuerdos que acumulaban a lo largo de varias generaciones.

En el mundo rural todavía es habitual escuchar: “¿Y tú, de qué casa eres?

La casa tiene, en primer lugar y para todos, una dimensión de refugio primario frente a las amenazas externas. Lo fue para los primeros pobladores de la tierra (cuevas) y lo sigue siendo hoy. Cuando se pierde, el sujeto queda desamparado, a la intemperie física y psíquicamente. Por otra parte, cumple una función psíquica clave por lo que respecta al sentimiento de pertenencia al clan familiar que proporciona, y que define nuestro lugar en las generaciones. Todavía, en el mundo rural, es habitual escuchar la pregunta “¿tú, de qué casa eres?” Para situar a alguien en esa serie familiar. Perderla es también perder algo de esa línea simbólica que nos da un nombre. Calcinar el pasado es otra forma del desamparo.

Por último, pero no por ello menos importante, la casa es una proyección personal, encierra aquello más íntimo (imágenes, recuerdos, objetos, secretos) y por eso cuando alguien entra a robar, más allá de los daños y pérdidas, muchas personas tienen el sentimiento de haber sufrido una violación de esa intimidad.

La incertidumbre de los evacuados, sin saber cuándo terminará la pesadilla, pone de relieve la angustia extrema del que imagina perder todo aquello que fue su vida, sabedor de lo irreversible de esa pérdida. Se resisten, fundamentalmente, a que las cenizas –si la casa llega a calcinarse– sean el resto inasumible de toda una existencia. Por eso las secuelas del día después son graves e incluyen diversos síntomas: depresión, ansiedad, temores difusos, inhibición, recuerdos intrusivos ante cualquier ruido o humo, tensiones familiares, dolores físicos en la cabeza, el pecho o el estómago. Lo borrado del mapa siempre deja un agujero difícil de cubrir.

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